Dice Middleton Murray en su conocido The Problems of Style (1922) que así como con quien hay que relacionar a Dickens es con Marlowe y Ben Jonson, a Hardy debería relacionárselo con Shakespeare. Lo dice a cuento de su convicción de que “ahí donde la experiencia originadora (de una obra) sea predominantemente emotiva (…) será en buena parte cuestión de accidente o moda el que se utilice como expresión la prosa o la poesía” (El estilo literario, Fondo de Cultura Económica, México, 1951. Traducción de Jorge Hernández Campos).
No es un disparate suponer que fue en buena medida la moda la que empujó a Thomas Hardy (1840-1928), que siempre se consideró un poeta, a iniciar una carrera de novelista (bajo la atenta mirada de su mentor, George Meredith, también narrador y poeta) que nos ha dejado obras como Tess of the D’Ubervilles o Jude the Obscure, y de cuya calidad general no puede dudarse, pero que en nuestro país ha contribuido sin duda a distraer al lector de una obra poética de interés superior, cuya influencia hay que reconocer decisiva para la forja de lo que luego fue la gran poesía moderna en lengua inglesa. Una deuda que poetas, sobre todo, como Auden o Larkin (es muy difícil no pensar en él al leer un poema como “Bajo la cascada”, por ejemplo) pero también Frost o Graves, reconocerían sin ambages.
Sea como fuere, Hardy no comenzó a publicar sus poemas hasta 1898 (y sin demasiado éxito inicial, por cierto), pero su dilatada vida le permitió publicar en total las más de novecientas composiciones (además de un largo poema dramático) que componen sus Collected Poems y de entre los que Francisco M. López Serrano ha seleccionado, traducido y editado los que componen El gamo ante la casa solitaria, el volumen que ahora nos ocupa.
En primer lugar hay que decir que quizás, dado lo extenso de su obra, Hardy sea también uno de esos poetas que (a pesar de su indiscutible talla) salen ganando en una antología, y que incluso pueden llegar a ser distintos según la selección, ésta desde luego nos entrega a uno de los mejores, si no al mejor, al que mejor ha aguantado el paso de los años. Véase como muestra el poema “Una cita fallida”:
y el tiempo prosiguió su curso. Triste,
no tanto por faltarme tu presencia
como por comprender que te faltaba
la compasión que por condescendencia
se impone a la apatía, me apenaba
que al dar la hora anhelada en que debiste
llegar no apareciste.
No me quisiste,
tan sólo en el amor la lealtad existe,
lo sabía y lo sé, nunca estuvo en mis manos
la tuya. Aunque tal vez hubiera sido hermoso
añadir a la suma de los actos humanos
otro en que tú, mujer, un día venturoso
viniste a dar consuelo a un hombre solo y triste;
aunque no me quisiste.
Un poema que impresionó en su momento a un crítico como Middleton Murray y que hoy seguirá impresionando a los lectores por su exactitud, por la fuerza y sencillez de sus imágenes y, sobre todo, porque guarda aún la verdad de un sentimiento que a todos nos ha tocado alguna vez. Una forma de dar cuenta de acontecimientos habituales desde una elaboración inadvertida (muestra también de una identidad única), de cercarlos a través de un puñado de palabras sencillas y volverlos así experiencia de todos, que podría ser (como López Serrano señala en una de sus notas) “el origen espurio (y digo espurio por cuanto casi siempre es inconsciente y, en cualquier caso, nunca confesado) de cierto tono y sensibilidad que advertimos en gran parte de la poesía española actual y que, en realidad, no es sino la traducción del tono y la sensibilidad de ciertos poetas ingleses”. Y hay que admitir, en ese aspecto, que es en efecto muy largo el brazo de la influencia de Hardy, aunque no todos sus seguidores hagan honor a ella.
El libro tiene otros poemas memorables donde el autor desarrolla su idea fatalista del tiempo, su percepción dolorosa de la naturaleza desde la perspectiva del hombre que debe contemplarla en la consciencia de su acabamiento. El tiempo que, como se dice en “Al mirarme al espejo” es tan cruel (para el amor, uno de los grandes temas del poeta) que marchita nuestra belleza antes de marchitar nuestro corazón. Pero también el mismo tiempo que, desde las trampas de la memoria, nos devuelve la presencia de lo perdido en la realización de algún acto cotidiano, ingenuo, como en el ya citado “Bajo la cascada”, un poema ante el que no podremos evitar un pensamiento dirigido a Proust, desde luego, pero sobre todo y como ya se ha dicho al Larkin del poema titulado «Compasión en blanco mayor», donde también un gesto, un gesto repetido y natural, se convierte en la historia, la duda, de una vida. Y cómo no, la muerte, el tiempo del final, que le hace exclamar al poeta algo que no sonaría extraño en boca de Robert Graves (de “La voz”):
las hojas caen de la transida rama,
sopla el viento del norte en el espino,
y una mujer me llama
Y tampoco le vendría pequeño al autor de La Diosa Blanca el titulado “No te apenes por mí”, en el que Hardy se promete ya, en tono de canción, una tumba de poeta al viejo estilo. Y si su modo de cantar, por otra parte, puede llegar a ser tan vivo y fresco como el de los goliardos (“Grandes cosas”), cuando se sumerge en la profundidad de sus fantasmas desarrolla temáticas cuyos ecos llegarán también hasta nuestros días (la presencia del pasado en los objetos que sobreviven al hombre), como en “Muebles viejos”. Aunque a Hardy le queda siempre un poco de amarga ironía para no olvidar reírse de sí mismo, para quedarse en el suelo allí donde otros, peores, levitan. Pero de su facilidad para fijar un sentimiento inefable a través de una imagen, con limpieza y sin didactismo, casi ningún poema dará cuenta mejor que el que ha dado título a esta selección: “El gamo ante la casa solitaria”. Un poema que, por cierto, encierra una buena parte del sentimiento hacia la naturaleza que mueve toda la producción del poeta. Digo “casi”, y digo “buena parte”, porque hay otros poemas que no le van a la zaga. Ahí están “Dos que esperan” y “Yo soy aquél…” en los que son las estrellas quienes directamente interpelan a la voz del poema para decirle que es como ellas, que como ellas es principio y fin, que como ellas finalmente ha de resolverse en nada, en una vida que es contemplar y es admitir bajo un universo que vigila nuestras emociones con solidaridad pero sin prisa. La colección se cierra precisamente con un poema que expresa sin duda lo que verdaderamente fue la vida para un hombre con una difícil relación con los lectores de su tiempo y una no menos difícil vida amorosa (“Él nunca esperó mucho”, un poema sincero y estremecedor):
oh vida, la promesa que me hiciste,
al final todo ha sido
tal como predijiste.
Quizás en efecto sus años fueron “sólo algún moderado / episodio de color incierto”. Mas su poesía, al menos una parte de ella aquí magníficamente representada (no hablaré de una producción narrativa de la que el lector español ha podido disponer con cierta facilidad de una parte cuando menos significativa), sí le ha ganado una batalla al tiempo. Se lee aún con viveza, emoción y respeto, a ratos con sorpresa y hasta con alegría, y desde luego es fundamental (como Eliot o Pound imprescindibles) para entender una parte del desarrollo actual de la poesía moderna, lo que es decir mucho.
ABC Cultural. 20 de marzo de 1999