He aquí un libro sin dobleces, escrito desde el propio despojo.
Poemas marcados por la tierra y el barro, por el arado y la zanja. Mensajes desde una prisión cuyo rigor es real, pero cuyos verdaderos muros son la incomprensión y la intolerancia, las razones del otro: el poder. Por supuesto, la reflexión sobre lo sucedido es inevitable, pero la lucidez se hace fuerza:
Sólo me he agigantado…
Desde esa agigantada soledad Osip Mandelstam (1891-1938) redacta un verdadero testamento. La memoria, desde su propia obra (a la que recurre en más de una ocasión) hasta la música (Schubert especialmente) serenamente recordada en la desesperación, pasando por la ayuda de la pintura ahí donde la vista no entrega más que infinito y niebla, la memoria (está dicho) se vuelve la única patria posible. Patria habitada por un lenguaje que se mueve entre la cordura necesaria y la visión liberadora para dar cuenta de las pequeñas cosas, esas que nos ayudan a enfocar las grandes, a no confundir la memoria con el recuerdo:
En realidad, todo estaba tranquilo,
Sólo un barco cruzaba el río…
Se trata del mismo hombre que estuvo en el corazón del siglo, de hecho su cárcel está también en el corazón del siglo. Sorprende esa conciencia, sorprende observar cómo adivina su propia victoria tras una derrota tan sucia, tras una losa de olvido que hubiese roto, borrado a la misma muerte, que hubiese ahogado a cualquiera. Sin embargo estos poemas se aprenderán en las escuelas cuando ya nadie recuerde quién fue un hombre llamado Stalin, porque definen la posición del verdadero poeta: el lado indoblegable de la escritura. Y en ese sentido estamos frente a algo más que unos cuadernos: lección. Estamos frente a una de las mejores producciones poéticas del siglo XX.
Tres cuadernos escritos desde el destierro, desde la cordura ganada por el suicida, desde la verdadera culpa asumida por el inocente. Cada palabra, cada línea, cada espacio, cada silencio de este libro es un himno. La libertad del hombre no se arranca con sus labios, y perdura más allá de su propio aliento. Lo impresionante es que, tras la lectura, uno comprende que este libro habría sido también lo que es si no se hubiese salvado, incluso si no hubiese sido escrito. Su fuerza no está en el habla, sino en el vaho.
No se cantan aquí sueños de pan o de hogar, sino algo más luminoso, eso que ciega al girasol del malvado. Escritura. La única forma posible, la eficaz, duradera, para burlar una vigilancia vencida. Ésa es la poderosa miseria de este último Mandelstam, su forma de asumir la soledad absoluta a sabiendas de que su destino es el de muchos, a sabiendas de que la muerte vendrá a ponerlo todo en su justo sitio.
Sentir el propio «aliento helado», el «vaho del habla», la corta vida que queda, es tomar posesión de la realidad por encima de la desgracia. La verdadera arma es un yo tras la nube secreta de las palabras. Y la condena se vuelve entonces metáfora de una venda caída. Pues lo que parecía claro y transparente no es ya sino lo que es, y la realidad se cubre de tinta negra, de nubes bajas, de polvo. Todo lo que la venda de la transparencia nos impedía ver. Desde ese lugar ninguno, desde esa nada, asume Mandelstam la utilidad de su discurso, «consuelo para los amigos y brea para los enemigos», sin perder la ironía.
Es una voz de soldado desconocido hablando desde esa tumba que (es una lección de la historia) durará más que la de su asesino. Grandeza de la miseria, miseria de la grandeza, absurdo, humillación de la muerte para quien creyó en la muerte de la humillación. ¿Para esto educamos nuestra inteligencia, para que nuestros ojos se agranden hasta dejar pasar un ejército? Todo el siglo está aquí. Cantado con
la mirada húmeda, limpia la conciencia.
Es la voz de los muertos, la única verdaderamente nuestra.
Se incluyen tres poemas, a Stalin que es preciso leer con devoción porque deberían haber servido para salvar al poeta, deberían desdecirse de aquel otro poema del año 34 que significó el comienzo de su caída. Sin embargo, su mano, la mano de Mandelstam no comprende a esa otra tendida para comprarle y la dignidad le hace incapaz de alcanzar el precio que se le pide. Eso le cuesta la vida, como sabemos:
y yo estoy obligado a ser servicial,
al despreciar el nombre y el honor
crecí enfermizo y me hice débil.
ABC Cultural. 5 de junio de 1999