Emilio Adolfo Westphalen

Falsos rituales y otras patrañas


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– Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999

En los fragmentos (hermosas ruinas perecederas desde siempre) cabe más imaginación, más deseo que en el modelo o que en el molde. Inspiran más, mejor, esa necesidad de separarse en busca de todo aquello extraviado en el pacto con lo real. Así el poeta, como el río sediento huyendo del agua, encuentra aquí caminos para su mal necesario.

Su mal, pequeño y de persecución subterránea, su mal del sueño, de incómodo apostante estallará en la superficie de la plaza en forma de palabras como peces pequeños, palabras que, si de verdad lo son, deberán ser muy atentamente pesadas; porque el poeta, después de todo, no sabe lo que trae, pero sabe que el encargo es del lenguaje, y no se juega con eso por más que eso juegue con uno.

Hoy he sacado el libro de su lugar en la estantería y de él ha caído un folio doblado en cuatro. Una carta del propio autor que comienza diciendo: «No sé si está usted enterado, pero soy viejo…» No recuerdo que se haya celebrado ninguno de sus aniversarios… Sé que su lectura modificó el resto de mis lecturas, incluso algunas anteriores.

«¿De qué manera nos cambia la lectura de un poeta?» La pregunta se la hacía Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911-2001) en Otra imagen deleznable (Fondo de Cultura Económica, México, 1980), libro que reunía los tres primeros del autor más el pequeño ensayo titulado Poetas en la Lima de los años treinta (1974). Y se la hacía al hablar de la influencia que, sobre él, ejercerían las lecturas, realizadas en la Facultad de Letras de San Marcos, de poetas (a los que hoy, nos consta, habría que sumar el nombre de Octavio Paz) como Blake, Juan Ramón Jiménez o (y especialmente) José María Eguren, pero, sobre todo («Nada de lo por mí conocido en la poesía de vanguardia, según se la llamaba entonces, me había preparado al encuentro con esta fuerza de la naturaleza»), César Vallejo y su recién publicado Trilce. Por lo que él mismo dice después, nos damos cuenta de que su concepción de la escritura comulga especialmente con la de Vallejo: el poema «debe ser pues concebido y trabajado con simples palabras sueltas, allegadas y ordenadas artísticamente, según los movimientos emotivos del poeta». Asimiló y defendió aquellas propuestas (formó grupo surrealista junto a Xavier Abril y César Moro) y supo hacer convivir en su escritura lo mejor de la tradición poética española y un sentido asombrosamente moderno de la creación. ¿De qué modo nos cambia la lectura de Westphalen?

Aquí se le sigue leyendo poco, desafortunadamente y a pesar de que una parte de la crítica recibió sus poemas completos en Alianza Tres como un verdadero regalo: Bajo zarpas de la Quimera (1991). A la última parte del cual, por cierto, la titulada Ha vuelto la diosa ambarina, podrían haber pertenecido estos poemas huérfanos que ahora de nuevo me han provocado. Cabe decir de ellos lo que el propio Westphalen dijo humildemente sobre otra colección –Cuál es la risa (Auqui. Barcelona, 1989)- que quedó también fuera de la edición de Alianza: que son «un grupo de pequeños poemas eróticos». Pero si uno no se deja engañar por el sano desprecio hacia las habituales ambiciones de los hombres de letras de quien sabe que tiene una obra ya hecha, la lectura de estos breves textos suyos le cambiará. Es decir: le acompañará en la sensación de que no todas las palabras de la poesía naufragarán en falsas costas antes de vislumbrar siquiera las primeras casas futuras. Y, desde luego: le hará más libre. Pues, en efecto, ¿a qué sirve el lenguaje si no insinúa (invoca) lo imposible, tan cerca?

Porque son algo más, sin anunciarlo, estos pequeños poemas en prosa: reflexión sobre la propia escritura -como un sueño transcurriendo en voz baja-, primero; sueño ellos mismos -del deseo, del rito del deseo-, después. O mejor: retazos de todo eso, invocaciones. Sueños de sueños de la edad, fragmentos que, siéndolo de lo que pudo ser refugio (en el descanso de un deleite atisbado), se vuelven armas por lo apropiado de su tamaño, por el veneno apenas detectable de su ironía, por lo filoso de sus aristas, porque el poema, en fin, así lo exige para ser emoción y no patraña, inteligencia y no ingenio (para apiadarse al fin de lo único que merece piedad: la debilidad de los hombres). Una señal tan sólo de una verdad casi niña, vence a la eternidad con todas sus trompetas y zarandajas.

El cuadernillo en el que vienen escritos estos poemas no tiene fecha. Eran aún provisionales al publicarse Bajo zarpas de la Quimera, Y un año más tarde el propio autor los consideraba «parte de un libro por aparecer próximamente con el mismo título». Nada sé de la existencia de ese libro. En cualquier caso, por su estructura (dos grupos de cuatro textos, cerrados por un epílogo común), el conjunto bien puede ser considerado como perteneciente a un mismo artefacto no mucho mayor pero de eficacia imaginable (y perturbadora): poema, capítulo, apartado o, si se prefiere, última pieza conocida -tal vez extraviada, o aún sin catalogar- de ese tan fascinante como poco frecuentado museo de arqueología espiritual que es la escritura toda de Emilio Adolfo Westphalen.