Menchu Gutiérrez: La tabla de las mareas

Ritos de agitación


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– Siruela. Madrid, 1998. 96 páginas.

Como en esos cuadros de Piero di Cósimo o Niccolo Soggi en los que la escena se desarrolla en un paisaje doble, a un lado claro, amable y despejado, al otro oscuro, tenebroso, encrespado, Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) sitúa a sus personajes contra un escenario que no es sólo el fondo simbólico, enmarcado y definitivamente visual que parece, sino a la vez motor y asunto de una escritura a la que (lo advertimos enseguida) no podemos pedirle una relación de servidumbre con la realidad. Y eso por el mismo motivo por el que no le pedimos una relación ingenua con la realidad a un cuadro como El descubrimiento de la miel, de Cósimo; porque es obvio que su motivo, el de esos personajes mitad niño mitad diablo, el de ese que encaramado a un árbol blande un cazo o el de esa que amamanta a su hijo tendida sobre la hierba, trasciende la anécdota que lo titula para comunicarnos una proposición más densa, una comparación más penetrante. El lienzo inquieta porque parece responder a las preguntas de un niño, mas lo que da recrea la inteligencia del mundo. Y Menchu Gutiérrez, actuando de un modo similar (susurrándonos al oído cuentos que quitarían el sueño a nuestro psiquiatra), se sumerge de lleno en esa zona oscura del hombre donde se fraguan los símbolos, en esa mezcla de miedo, soledad y deseo que fabrica sus presagios, sus coartadas y sus creencias sin que nos demos cuenta (o, quizás, mejor dicho, para que nos demos cuenta).

Ya en Viaje de estudios (1995), la segunda novela de la autora (precedida por Basenji, en 1994), Menchu Gutiérrez, a la que conocemos también como poeta y como traductora, había demostrado su capacidad para convocar esa inquietud de paso que certificaba su adscripción a una escritura que no admite mas iluminación que la nacida de su propia estructura, para la que no sirve otra forma de entendimiento que el que ella misma alumbra y que es, precisamente, antes un darse cuenta que un entender. Era aquella novela que, como La metamorfosis de Kafka, no se dejaba leer por quienes se resistiesen a creer su primera línea. Esa primera línea que nos dice que estamos en un mundo (ante un mundo) donde los hombres se convierten en horribles insectos que pueden morir de tristeza o que viajamos en un tren rodeado de agujeros negros. No se trata de fantasía, se trata de poner en escena los símbolos de un puñado de conmociones tan fuertes como elementales: el bien, el mal, la vida, la muerte… Un procedimiento que, finalmente, nos dejará solos y perplejos frente a algo así como la vida privada de nuestra vida privada.

Pero no imaginemos una forma de moralismo o de didactismo, nadie explica ni juzga nada aquí. El símbolo hace su aparición y a continuación el lenguaje nos relata su día y su noche, como si se tratase de un personaje, hasta que se trata de un personaje. Así nos damos cuenta.

Como es habitual en su escritura, Menchu Gutiérrez exige del lenguaje, también aquí, un máximo de sugerencia y capacidad de sentido. Y al mismo tiempo arrastra al lector en pos de una fabulación oscura -cuya resolución no nos preocupa realmente, ocupados por la fascinación de lo que somos tan sólo un poco más allá de lo que creemos ser- y regida por una física de lo atávico (esa especie de autoorganización de todas las palabras en torno al movimiento de unas pocas, fetiches), cuyas leyes de gravedad nos arrastrarán de inmediato hasta el mismísimo centro de lo narrado. Lo que explica que podamos dialogar como lo hacemos con una historia definitivamente cerrada, que sólo se abre para ese momento en que nos atrapa y para ese otro en que nos suelta sin que seamos ya los mismos (se entra hombre y se sale mujer, por ejemplo).

El lector se sentirá, me parece, como si atravesase la exposición de un pintor que, mezcla del Russolo de Recuerdo de una noche, el Balthus de Muchacha con gato, el Magritte de Los amantes, ofreciese ahora una sola y larga tabla donde, a modo de estaciones de una incierta liturgia, hubiese plasmado su particular visión del nacimiento de la conciencia. Porque si es cierto que Menchu Gutiérrez no olvida narrar (y que lo hace brillantemente), lo es también que sus palabras se disponen sobre el texto desde criterios no pocas veces comparables a los que moverían el pincel del pintor que nos hace olvidar su relato. De hecho cada uno de los capítulos de La tabla de las mareas es una pequeña escena, un gesto de intensidad, una provocación a la mirada que piensa (un recuerdo rescatado del olvido, un sueño rescatado de su ignorancia de sí mismo). Y desde la primera línea (por cierto en un primer capitulo que lo tiene todo de comienzo de concierto barroco: exhibición del solista) hasta la última, construye su propio código: de colores, de formas, de ritmos…

Entre medias una serie de poderosas imágenes convocan la presencia de un universo de aroma fuertemente sexuado. Los seres que lo habitan se debaten entre las dos iglesias que cíclicamente los abaten. El humo sale de una chimenea para volver a entrar por otra, liga dos casas con la densidad de los males deseados; el agua guarda el recuerdo del cuerpo amado, lo ofrece luego en ablución onanista; los perros acechan a las niñas o los asesinos retan al diablo. Por lo demás no es posible dar cuenta resumida de estas páginas, y sólo se puede transmitir la admirada desazón que nos imponen desde esa libertad de péndulo que nos consiente, de la sombra a la luz, de arriba abajo, registrar todos los colores irracionales, y que refleja (sintetiza) todos los miedos posibles, su mínimo común denominador.

Mientras estemos leyendo tendrá lugar un crimen, estaremos leyendo y nacerá una sombra. Estaremos leyendo que se cometió un crimen y que nació una sombra y lo escrito, sin embargo, se dirigirá más allá, insistiendo contra nuestra última resistencia, recurrente y obsesivamente, como la ola que golpea en la playa o como la pequeña que se columpia en su columpio de tiempo. Ése es el ritmo de un concierto poético cuyos intérpretes son niños y niñas, hombres jóvenes o mujeres maduras, perros bicéfalos, diablas y diablos, y cuyo proceder es el del sacerdote que, tras extraer la víscera de su víctima, se entrega al rito de la agitación con una mano mientras nos esconde lo que guarda en la otra (que es la verdad: sombra del rito).

Este universo -primero y último, feraz y exhausto- construido por Menchu Gutiérrez nos invita a una mirada muy comprometida hacia el mundo real sin embargo; por eso es algo tan raro como la literatura verdadera, algo que quienes disfrutamos debemos defender sin pensarlo dos veces. Corre riesgos y cumple su promesa al mismo tiempo. Nos ayuda a ver el mundo de fuera como la máscara del de dentro, no al contrario. Por eso el libro es, también, gravemente poético, culto. Y no sólo por lo sabio (y a menudo maligno) de su sintaxis, por esa facilidad para encontrar la relación en lo opuesto y lo irreconciliable, la semejanza en lo adverso, o para trabajar con el desplazamiento y con la imagen como quien echa agua sobre la harina indisoluble para amasar alimento, sino porque de sus panes brotan relámpagos, porque su ocultación es un astutísimo desenmascaramiento.

ABC Cultural. 8 de octubre de 1998