Miguel Casado: La mujer automática

Aquien pueda interesar


– 
– Poesía/Cátedra. Madrid, 1996. 95 páginas.

“Había comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que preguntó si podía sentarse a mi mesa.” Así presenta Camus al personaje que da título a este libro. Apenas vive una página, luego desaparece de El extranjero (¿para siempre? Quizás no: la he visto pasar por algún cuadro de Hopper, por ejemplo, y el día menos pensado me la cruzaré por la calle. Una mujer extraña, a la que se olvida mucho antes que a la desazón que provoca).

La figura constituye el emblema con que Miguel Casado (Valladolid, 1954) abre su quinto libro de poemas: La mujer automática. Se planta pues como un primer enigma, ante el lector, como una primera advertencia. Le obliga, digámoslo así, a ocupar un lugar en que la novela de Camus, el cuadro de Hopper y la calle por la que pasa a diario no habitan una naturaleza distinta por más que informen diferentes materias.

La mirada selecciona y retiene, vence la espera y se constituye en una conciencia, en una identidad cuya peripecia nos relata este libro en cada una de sus partes. Así es: no sucesivamente, nuevamente. Y cada uno de los lugares en los que el texto nos coloca está hecho tan sólo de esa selección, de esas marcas de subjetividad que nos ayudan a reencontrar el tiempo fuera del tiempo de todos.

El tiempo de todos
es como ala de mosca.
Las corrientes siempre se golpean
Y escindido
El hervor rueda en los bordes;
La nave que las surca es negra.
Y su vida a un leño

El tiempo es el espacio y un día es una vida. Del mismo modo uno es sociedad como fragmento es plenitud. Cada una de estas seis partes se suma musicalmente en dirección a una imagen que el lector deberá ver por sí mismo, pero es visible ya en cada una de ellas: nudos de realidad se arremolinan: a lo de dentro lo llamamos yo. Yo certifico que recuerdo este libro como un viaje, no como un novelista recordaría un viaje, sino como se recuerdan los viajes. He viajado a través de este libro con mis propios recuerdos y he vuelto con los suyos: eso es. Lo digo con cierta envidia. Lo dice eso que llamamos yo, mientras se va separando en sus componentes.

… No sé si esto es pensar,
si estas horas son pensar.
O si son las imágenes
en que me acerco a él…

Poseo el libro, yo. Poseemos lo externo, somos en eso. Uno es porque el camino corre bajo sus pies, porque en su casa suena la música, porque alguien existe. Ser no es ser percibido: ser es percibir. Y sólo existe libertad en los detalles, en la mirada que mira de cerca (como puede mirarse de cerca el horizonte, quiero decir).

La lógica de las mareas
se ejerce en los detalles
como libertad…

Una mirada que escucha, pero que actúa también en cuanto dice. La palabra tiene cualidad de objeto, una vez pronunciada no se borra sin que el mundo merme. La vida, las ventanas, la plaza circular, los caminos, la sopa, la mujer automática: todo pertenece a esa realidad que nos advierte permanentemente que poesía no es ficción, pero poema sí (necesariamente). Sitios por donde cruza esta conciencia cuya voz nos llega desde diversos géneros de identidad y desde una única intención: hacer de la orfandad un lugar para la libertad de quien se construye. Se hace inevitable Musil: ese lugar “como palabras en un poema”; y se hace inevitable Ponge: ese lugar mostrado tras desbrozar el mundo palabra por palabra. Aparecen esos dos nombres y alguno más, de gente de por ahí, inventados o no, y de lugares: están hechos de la misma materia en el pensamiento: pesarlos sería ir más allá de lo escrito. “Esta es la esterilidad de la balanza”. Más bien pienso en su contrario, en su objeto contrario, el listón del saltador de pértiga, sostenido entre dos puntos, como un puente en el límite de lo estático: no estático.

Fijeza no es concentración.
Campana no es dentro;
Entre la piel y el aire,
Espacio de campana.
Silencio no son ojos,
El silencio no piensa.

El silencio es blanco, como su sombra (la voz) es negra. La escritura recorre, negro sobre blanco, el largo camino que separa la percepción del objeto, hasta tocarlo, el nombre del viviente. El libro es soberbio y sobrio (queda dicho), y sobre todo es la vida sin su engañosa retórica. Incorporar a la experiencia e ir desbrozando en derredor distintas naturalezas: la naturaleza de la pintura y de la muerte, la naturaleza del punto de vista o la naturaleza de la naturaleza. Naturaleza de lo casual, lo cotidiano, naturaleza del que “llega a llamar por teléfono / con la chaqueta en el brazo” y al que nunca conoceremos más allá de su gesto:

como fuma, le cuesta mucho
ir tecleando los números, tarda
en resolver el enredo…

Vivir como única manera de justificar un punto de vista que, de otro modo, se disolvería, sin consuelo, en el aire de un mirador interesado. O en la oscura desesperación del no saberse decir, del quedarse “lo que la boca rumia”. La historia, el instante…

al que no mira,
el aire se le vuelve blanco
de pronto, tapado en blanco…

La mirada es acción, verbo, pero no es nunca una voluntad solitaria. Todo el libro se somete a la presencia de alguien, la mirada se mide, se prueba en esa otra existencia cotidiana que no es ni la idea para la que se habla ni la idea de la que se habla sino el ser mismo junto al que se habla (“le hablo con palabras de las suyas”, que es hablar “a través” o es hablar “por”, que no es ni “de” ni “para”, sino lo insignificante que nos salva del personaje). El libro se agita tras la lectura. Es un ojo: no hay pues certeza alguna de que sea esto durante mucho tiempo más, de que no se organice con el tiempo frente a otro paisaje (Schönberg) de modo que llegue (el estilo, la idea), nuevo, “a quien pueda interesar”.