Marosa Di Giorgio: Poesía

Derecho de paso


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– Prólogo de Silvio Mattoni
Adriana Hidalgo Editora. Córdoba (Argentina), 2000.

Lenguaje es seducción: el lector es arrastrado a un paisaje sin horizonte alcanzable, a un tránsito barroco. Allí busca el relato, pero éste (el que cree encontrar) no progresa hacia nada que no sea la propia renovación de la búsqueda, esa que pasa por extraviar a quienes lo atraviesan en un laberinto cuyo centro es la naturaleza misma en su palabra poética, su mito, su gozo: el relato no podrá nunca, así, ser confirmado a posteriori sino como catalizador de un sentido más amplio: haber vivido siempre (y para siempre) dentro del profundo vientre de la selva-lenguaje.

El lenguaje se torna sentimiento puro, mundo real. Se aleja (nos aleja) de aquella enfermedad de la modernidad que Hofmannsthal relatara magistralmente en su Carta de Lord Chandos. Se aleja de la belleza y de la significación que separan lo dicho de lo escuchado.

Es una definición simple, quizás la más simple de las definiciones de la poesía (¿es “realmente” ese relato que nunca será cuestionado a posteriori?) y por tanto también una impostura: el tipo de impostura a la que la escritura uruguaya de Marosa Di Giorgio (Salto, 1 de enero de 1932 – Montevideo, 17 de agosto de 2004) ha sabido entregar durante décadas una autorizada servidumbre que la ha convertido, sin duda, en una de las voces más personales e inquietantes de la poesía en castellano de la segunda mitad del siglo XX.

El territorio es simbólico. Lo es desde la primera línea de esa narración sin solución posible que es su obra poética reunida. Y el territorio tiene, claro está, su guardián. Uno al que hay que vencer para obtener derecho de paso.

Primera visión: la cierva. La cierva es el corazón de los bosques (y lo que guarda el guardián) que ha aprendido a moverse en nuestra escala temporal. El cielo azulea las sobras del verde bajo su mágica carrera. Lo sabemos: el mundo es hermoso y viejo, más viejo que el pensamiento de nuestra especie, más hermoso, quizás, que nuestra especie; pero es hijo seguro del lenguaje y del sexo, lo mueve la palabra, lo reúne en una región donde lo soñado y lo perdido, lo temido y lo hallado, lo fingido y lo verdadero se persiguen, se cruzan, se esconden y se confunden, se requiebran y se enamoran. Todo allí es real.
Todo es comienzo, todo es palabra primera dando cuenta de un pasado cuya memoria no puede relatarse sino como cópula.

Segunda visión: el bosque. Pero no entramos, salimos a él. Salimos de la gruta de nuestro silencio de solitarios (de ignorantes) hacia la compañía de los seres fraguados por el lugar, el lenguaje, y vagamos la tela, nunca seca del todo, de lo común pre-olvidado.

Revelación: Marosa no entra en el lenguaje, sino que, ocasionalmente, emerge de él con un largo fragmento adherido. Lo que sucede entonces es sagrado en la medida en que lo son ciertas historias narradas al grupo en una velada singular, transfigurada e indígena.

Entonces cada destello es un signo, cada objeto es un símbolo, cada temblor un gesto. La imagen (entonces) ha aprendido a vivir su propia vida porque no es otra cosa que la imagen de la vida misma: liberada de las ataduras, de las fijaciones que hemos impuesto siempre a lo real para poder forjar un yo menos asustadizo; aunque sí más cobarde. Viven en esa imagen las palabras su vida verdadera y las flores, a ratos, enloquecen y se hacen peligrosas, y esos días conviene llevarle uvas al agua, y anotar cada cosa que se disuelve en el aire. Tercera visión: nada está “siempre” ahí, todo “es” ahí. Todo es puro deseo.

El horror es ajeno y real, la alegría es creación, el sexo es tacto, el amor un aroma de lluvia que no revienta, todo es descubrimiento y al mismo tiempo certeza.

Los antiguos relatos familiares, las primeras lectura, las cercanas leyendas populares, son mucho en el origen de estos poemas; pero también la mitología clásica, e incluso el Mabinogion, y por supuesto el catolicismo, éste último como una presencia más en la imaginación de la selva, a la misma distancia de Dios que las sombras de los caminos, los guijarros de luz entre la fronda o las voces nocturnas de los extraviados por el dolor y que, por la mañana, aparecerán exhaustas y llenas de rocío en la proximidad de las casas: ninguna. Todo sirve de barro a la construcción de ese bien entendido realismo mágico que atraviesa estos delicados, claros e inquietantes objetos de crecimiento que son los poemas de Marosa Di Giorgio.

Su obra es apenas conocida entre nosotros, lo que no nos sorprende demasiado. En cualquier caso el prólogo, exacto (pero breve en exceso, pues la edición reclama algo más que una presentación, por más que ésta venga bien traída y comunique un entusiasmo que compartimos), de Silvio Mattoni, preparará al lector español para la contemplación correcta de estas desacostumbradas historias en el interior de las cuales no encontrará relato, pero la curación de lo callado, la belleza del movimiento y, si es de esos, el infrecuente festín de la cultura como misterio, sí.