Jaroslav Durych

Concierto barroco


– 
– Traducción y prólogo de Clara Janés.
Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid, 1998.

Señala Epicteto Díaz, en un excelente análisis (El pasado incierto, Editorial Complutense. Madrid, 1992) de la narrativa breve de Juan Benet, cómo el autor español no pretende en ningún caso dotar a sus personajes del «espesor que el realismo buscaba al asignarle un lenguaje, un nombre propio, un aspecto físico y un pasado». El criterio no es raro en la literatura moderna europea. De modos distintos podemos encontrarlo en Robbe-Grillet, Handke o Kristof, y responde a una forma de pensar el personaje como el «centro para ciertos elementos significadores», no como una conciencia completa (y compleja) de la que el narrador deba informar al lector mediante la exposición directa de sus cualidades y pensamientos. El personaje se vuelve así, en buena medida, una suerte de atractor (para un texto) y, fundamentalmente, tendrá sustancia en cuanto escenificación de un contexto.

El novelista (y poeta) checo Jaroslav Durych (1886-1962), traducido y prologado ahora por Clara Janés (lo que es una garantía de sensibilidad hacia el lenguaje que no todo traductor puede exhibir con tanta seguridad), es un maestro en el uso de este recurso. Basta para advertirlo leer la primera de las tres narraciones (debería mejor decir de las tres partes) de este Réquiem, original de 1931, en el que el lector asiste a la escena de apertura (cuyo fondo es, como en las otras dos, el de la Guerra de los Treinta Años y cuyo pretexto es el de la caída y muerte del señor de Wallestein en el año 1630). El correo del Emperador se dispone a entregar un mensaje mientras ignora que, tras él, la historia ha cambiado, que la geografía que recorre ya no es fiable. Su fortaleza no es representada sino a través de la descripción de una determinación reflejada en los ambientes, las sombras, los personajes secundarios: teatralidad de una escritura en movimiento permanente y en la que Durych nos exige una receptividad propia del músico. No nos da sólo un fragmento de historia, nos da «una época; un siglo entero y su soberbia».

Durych tiene modales de músico, tono de pintor, mirada de autor dramático. A lo largo de los tres movimientos de este Réquiem no es difícil advertir el esquema del concierto barroco, con un capítulo central de densidad mayor, más lento, y en el que todas las tensiones quedan expuestas y enfrentadas. Y si en éste es la presencia femenina la que servirá de concertino en danza con una conciencia del mundo que se disuelve ya en un pasado irrecuperable (al tiempo que introduce una nota de maldad tan ingenua como poderosa, tan grácil como inexorable, tan deseada como abominable), en los dos textos que lo enmarcan el ritmo se nos antoja (como debe ser) más rápido y el desarrollo más dominado por la presencia de los protagonistas. El último de los episodios nos introduce de lleno en una especie de contracelebración de la muerte, y lo que fuera exposición y arrojo, y luego nudo y juicio, es ya desenlace y transformación. Así cerramos el libro habiendo sentido la emoción de los clásicos.

Pero es sobre todo la fuerza, la belleza de su lenguaje lo que nos transporta a través de una geografía que es historia en ebullición, de unos personajes arrebatados por su destino (fatalidad) y de unos escenarios a un tiempo altivos y temerosos, pomposos y oscuros.

He comenzado hablando de Juan Benet y no me resisto a terminar sin señalar una característica que une a ambos autores, su obsesión por la guerra que culmina, en el caso de Durych (que fue médico militar durante la Primera Guerra Mundial y que se retiró finalmente con el grado de coronel del ejército checoslovaco), en la publicación de una novela monumental en torno a la Guerra de los Treinta Años, Vagabundeos, y en la que se narra «el deambular de un desterrado checo y una muchacha española (…) como un vagabundeo en pos de la belleza, la verdad y el sentido que le otorga la muerte» (Janés), y sobre todo la posición de ambos frente al lenguaje, su atención a la ingeniería del texto y un compartido pudor para silenciar lo que está oscuro en el interior de nosotros mismos dejando que sean los objetos quienes los pongan de manifiesto. A cambio hay diferencias que los separan, obviamente, muchas y de peso, pero la comparación servirá para animar a algunos que tal vez no toparían, de otro modo, con esta pequeña joya expresionista, casi barroca, sobrecogedora, poética.

ABC Cultural. 13 de marzo de 1999