Saber que la vida es un viaje a través de un «mapa mudo / indescifrable» es una cosa. Admitir que eso es, precisamente, lo que nos responsabiliza, lo que nos obliga a considerar que todo, incluido el «mal / lo malo / el malvado / nos atañe», y que los motivos para no detenerse están atados a esa certeza, es seguramente la manifestación de un pesimismo ético y vitalista cuya paradoja (verdad) difícilmente encontrará expresión fuera de las capacidades alusivas del lenguaje poético. Y eso es lo que parece proponerse Eloísa Otero (León, 1962) en este su casi segundo libro de poemas. Y si el anterior (casi el primero) Cartas celtas (1995), fue ya una manera sorprendente de abordar esa soledad entre todos, esa universalidad de lo privado donde se manifiesta lo que somos cada uno sin nuestro mundo, sin esa realidad compartida que es igual para todos y que no es cierta nunca, éste desarrolla y asienta una forma de escritura que, según avanzamos en su lectura, se va revelando más y más eficaz.
Cartas celtas recordaba al lenguaje epistolar, se ceñía (por decirlo de algún modo) a esa ficción. La segunda persona, y ese significado adivinado a través de lo sobreentendido, de lo alusivo (la construcción del yo desde la comprensión del otro, la aceptación del yo desde la incomprensión del otro y finalmente la cada vez menor esencialidad de ese momento “yo” que no hace sino engañarnos y engañar: escribirse a sí mismo) son aquí también los elementos alrededor de los cuales se organizan una serie de escenas cotidianas, pequeñas, de esas que el recuerdo dejaría olvidadas a lo largo de una vida si no fuese porque no podríamos vernos como somos en ningún otro teatro.
En ese sentido, el libro es verdadera continuación y no sé si conclusión del anterior. Pero no concluye, no puede concluir como no puede agotar, naturalmente, más allá de su propuesta, las implicaciones y posibles desarrollos de un devenir textual que sigue los dictados de la memoria.
También crea sus personajes (pocos, los necesarios), que se dirían reflejos, aspectos, de una voz única, a la vez monólogo y diálogo. Hablan sin verse, como la voz del libro lo hace sin ser vista; pero se dan a un discurso mayor, a una escritura que ya es la única posibilidad de comunicación en un mundo donde «la razón no está ya / en el lenguaje». Ese sentimiento (pesimista y vitalista a la vez, solitario y solidario) tiñe el libro con la mirada del que observa a «alguien que se muere / durante muchos días». No hay derrotismos sin embargo, ni negación: al contrario, surge de él ese amor que (lo sabemos) «no se parece en nada a su relato», sino que es ya su final, su ir hacia la nada entre la niebla del otro. Fantasmas, cartas, forma que adopta el miedo para tenernos vivos: lo que somos.
Y claro que al entusiasta hay que contarle que «si ayer fue nada / mañana no será» y que «sobre hoy / puede opinarse / lo que cada cual quiera». La soledad absoluta es el punto de partida y las pocas luces que encontramos a nuestro paso son lámparas en las manos de un ciego. Parece terrible, pero es la cifra exacta del único consuelo que podemos y debemos darnos. Lo que queda es tan real que puede quemar a unos o congelar a otros, de tan sencillo, pero la poesía no es más que el efecto que nos produce.
Tinta preta es de una sinceridad fuera de lo común, conseguida equilibrando con sabiduría tu tono y sus modales, y extrae su fuerza de la fragmentación, la escena, el clima, las frases que llegan y se marchan de un texto que dialoga con su propio deseo. Consigue huir de formulaciones tópicas y de motivos al uso, quedarse fuera de esa literatura que se piensa a sí misma como objeto pasado. Su intención es contar: lo hace.