Entre mayo y noviembre de 1914, quizá espoleado por un par de largas conversaciones con su madre, Edgar Lee Masters (1869-1950), un abogado de Kansas, casado, con tres hijos, 11 libros a sus espaldas y una fama mediocre de correcto escritor provinciano, encontró tiempo entre el que dedicaba a la defensa de los derechos de las camareras de Chicago para publicar por entregas, en el Mirror de Saint Louis, bajo el seudónimo de Webster Ford, lo que sólo unos meses más tarde se convertiría en el libro de poemas más vendido y comentado de América: Antología de Spoon River. Había nacido uno de los autores capital de la poesía norteamericana.
Personajes muertos
¿Y cómo es posible, en sólo seis escasos meses, conseguir semejante proeza? No hay sino una respuesta a esta pregunta: en algún momento del día 20 de mayo, Edgar encontró el tono y el desarrollo apropiados a lo que, sin saberlo, llevaba más de 20 años deseando decir. Poseía cultura y también oficio suficientes. Se puso a ello el mismo día, escribió el poema titulado «La colina» y el plan surgió diáfano ante él: a través de las voces de una serie de personajes muertos en la pequeña localidad –inexistente– de Spoon River, de (por continuar usando el inexacto pero muy eficaz término con el que todo el mundo se refiere a estos poemas) sus epitafios, tramaría el dibujo de un microcosmos capaz de representar, a su vez, el macrocosmos. Esto fue en mayo, en enero del año siguiente, el mismo Ezra Pound saludaba en The Egoist el nacimiento del nuevo genio: “¡Por fin! Por fin América ha descubierto a un poeta… lo suficientemente fuerte como para aguantar el ambiente, capaz de afrontar la vida directamente, sin circunloquios, sin resonantes frases sin sentido. Dispuesto a decir lo que tiene que decir, y a callar cuando lo ha dicho”.
De este modo, Edgar Lee Masters inauguraba, además, una concepción de lo literario que otros harían suya de inmediato (pienso ahora en el consejo de Sherwood Aderson, que fue a migo de Masters, a Faulkner para que se ocupara de su tierra natal: “El narrador debe ocuparse de la vida, de la vida en su tiempo, de la vida como la siente, como la huele, como la saborea. No le corresponde, ciertamente, el hacer la revolución”), pero también una visión de la realidad sin la que nos resultaría muy difícil imaginarnos la obra de algunos de los más grandes novelistas de los años siguientes.
Más de doscientos cuarenta y cuatro personajes –posiblemente reales algunos de ellos, aunque eso importe poco– desfilan ante el lector en lo que es la historia interior de los seres humanos. A través de sus muertos, los hombres nos ofrecen su vida sin fingimientos. El modelo hay que ir a buscarlo a la Antología griega (pero resulta curioso, ahora, comparar este libro con las antologías de fragmentos funerarios griegos que, igualmente, terminan por comunicar una visión muy clara de una época desde unos pocos sentimientos elementales, tópicos).
Masters quería enfrentar parejas de personas cuyos epitafios respectivos arrojasen luz –y justicia- sobre sus vidas. El resultado se nos presenta, no obstante, como antología, como muestra: rasgo de cortesía a la inteligencia del lector que no debe pasar desapercibido. Y al final, no menos de 19 historias se entretejen a estos poemas de manera que una sociedad –que en este caso es, por cierto, modelo de un modo de vida hoy extendido por todo el mundo– ha sido retratada implacablemente. Aparte de un incuestionable dominio formal, Masters posee, y es, sin duda, su principal baza en tan fuerte juego, un talento especial para ver lo esencial de los pequeños detalles –a veces míseros, mediocres–. De hecho, la congoja que se apodera del lector desde el comienzo tiene que ver con esa certeza: la de que vamos a ser testigos de lo esencial expuesto de un modo exhaustivo.
Casi perfecto (ver nota al pie)
La aparición, ahora en castellano, de este soberbio libro debe ser acogida como lo que es si pensamos que jamás hubo en nuestra lengua una edición (la legendaria traducción, no siempre acertada, de Girri, en Barral Editores no abarcaba ni la mitad de los poemas de la edición americana) completa de la Antología…, una obra que, sin embargo, hay que contar entre las grandes realizaciones poéticas del siglo. Esta edición de Jesús López Pacheco (responsable junto a Fabio L. Lázaro de una traducción que apuesta por comunicar la fuerza del original) aporta una visión tan personal como verosímil, y sólo el hecho (incomprensible aunque habitual en nuestro país y, dada la importancia del libro, indignante) de que no sea bilingüe limita su relevancia como acontecimiento de primer orden.
Babelia. 20 de noviembre de 1993
NOTA: En 2011 apareció la traducción de Teresa Barba y Andrés Barba de Acta del Juicio, otro monumental poema de Edgar Lee Masters (Editorial Pre-Textos) y en 2012, en irreprochable edición de Bartleby, la excelente traducción de Jaime Priede de la Antología de Spon River, profusamente anotada por el propio Priede. Ambas son ediciones bilingües.