Durante décadas David Herbert Richards Lawrence (1885-1930) ha sido un escritor conocido (reconocido o denostado) especialmente por sus novelas, pero fue también autor de un teatro aún representable, además de ensayista, pintor, poeta, autor de libros de viajes e impenitente corresponsal. No debió ser un hombre agradable (ni quiso serlo), y defendió teorías que tampoco lo eran (como Wallace Stevens, Pound, Benn o el propio Rilke, por cierto), pero su desprecio por la civilización industrial y su empeño en sacar a la luz esas zonas que la conciencia humana aprendió a mantener en la oscuridad (junto a una escritura vigorosa y a menudo explícita que le costó no pocos enemigos, alguna prohibición y muchas polémicas), lo han convertido sin duda en una de las grandes influencias literarias de la última mitad del siglo XX.
Cercanos al millar, sus poemas –aquí seleccionados, traducidos y acertadamente prologados por Jose María Moreno Carrascal (tras una introducción de Felipe Benítez Reyes un tanto rebuscada, por cierto)– ni se alejan del mundo construido en el resto de su obra, ni están más cerca o más lejos de la verdadera vida del autor. A menudo repite en ellos temas u obsesiones que aparecen también en sus novelas. Y no es raro encontrar en ellos familiares simbologías de carácter marcadamente sexual (falocéntricas, para ser exactos), así como ese tono coloquial y ese universo anterior a la inteligencia («allí en lo oscuro, donde no hay ciencia, siento el eco de tambor de sus alas») y plagado («danos dioses anteriores a éstos») de oscuros dioses que caracterizarían igualmente la poesía de Gottfried Benn, un autor (junto a Robert Graves, aunque éste en menor medida) en el que la lectura de Lawrence nos hace pensar en más de una ocasión. Su conocimiento de la simbología (como su curiosidad de viajero, su cultura) permite a Lawrence imágenes espléndidas, aunque éstas a veces se saturen bajo un exceso de presión («En lo alto brota el muérdago parido en sangre»). Y lo que va dibujándose es la crónica de una mente en conflicto con su cultura, de un hombre abocado a buscar el paisaje de sus instintos en un contexto imaginario que no pocas veces ha primado una lectura psicocrítica de su obra. No es extraño («si estuviera yo despierto y firme como la punta desnuda de una cuña / empujada a martillazos invisibles, / la roca entonces se abriría en dos pedazos, y alcanzaríamos lo maravilloso…»), pero leído ahora de nuevo uno prefiere aún la ambigüedad que hace posible, a un tiempo, realidad y vida, y no encuentra (casi nunca lo hace) motivo alguno para que una interpretación haga juicios biográficos. Al menos a estos poemas, esa lectura les sienta mejor. Por otra parte su dominio de la imagen permite a Lawrence no pocos versos de mesurada desnudez:
que aquí hemos padecido;
delicadamente divisible,
cayendo como lluvia
Y su bien leído Whitman le incita a otros que parecen marchar antes que deslizarse sobre su significado; literalmente envolverlo antes de verlo:
dividido, y encuentra su totalidad por todo el universo nuevamente
Y así en libros como Pájaros, bestias y flores, de 1923, elogiado en su día por el propio Auden, podemos encontrar juntos soluciones propias de un maestro («Grito de tortuga») y desaciertos como «Higos», un poema donde la misma propensión a la doctrina que estorba alguna de sus novelas se adueña (a la fuerza) de un final pretencioso y falsamente amenazador. No podía ser menos en una poesía tan decididamente dionisiaca, tan segura (véase el pertinente y sobrecogedor «Todo lo que el hombre hace») de que si en general el arte da una parte de la vida que toma; en la escritura, por el contrario,
deja el alma su camino.
Una escritura a la que no preocupa pagar por esta determinación una cuota de abultamiento que resulta siempre más gravosa del lado de la profecía, y ello en libros, incluso, como Pensamientos, de 1929, en el que el tono catuliano de algunas composiciones se muestra mucho más hábil que ésta a la hora de medirse con la sociedad a la que encara.
Un poeta poco reconocido por su generación –uno más– pero que nos deja una obra que vive aún en su fuerza y que, a pesar de sus altibajos, se lee con interés, se leerá con interés. Una obra que, en cualquier caso, nos recuerda (lo que no viene mal en los tiempos que corren) que
camina hacia el funeral de toda la raza humana.
ABC Cultural. 4 de febrero de 1999