Ingeborg Bachmann

Irremediablemente libres


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– Traducción de Cecilia Dreymüller y Concha García.
Edición bilingüe. Poesía Hiperión. Madrid 2001.

Poco a poco, la obra de la poeta, ensayista, libretista, dramaturga y novelista austriaca Ingeborg Bachmann (Klangenfurt, 1926-Roma 1973), ha ido siendo traducida a nuestro idioma. Sin embargo parece que lo ganado por un lado se perdiera por otro y las veleidades editoriales hacen que algunos de sus libros sean ya, de nuevo, difíciles de conseguir en nuestro país. Primero fue el volumen de relatos A los treinta años, publicado por Seix Barral en 1963 (y más tarde reeditado por Edhasa), luego, despacio pero incesantemente, y ya tras la muerte de la autora, el resto de su obra fue apareciendo en nuestro país. Sus novelas en Alfaguara (Malina), sus conferencias en Tecnos, su poesía (salvedad hecha de algunos poemas sueltos en antologías como la de poesía alemana de Felipe Bosso, en Visor) de la mano de Cátedra, primero, y de Hiperión ahora. Una crítica literaria de origen alemán, Cecilia Dreymüller, y una espléndida poeta como Concha García han estado a cargo de esta traducción de Invocación a la Osa Mayor, texto soberbio, valeroso y exacto donde una generación europea, la que adquirió su mayoría de edad prematuramente tras una guerra tan absurda como todas pero infinitamente más devastadora que cualquiera, contempla el mundo preguntando por aquello que, siempre, debería ser posible exigirle al ser humano.

La voz de quien ha extraviado la infancia pone el tono a unos poemas conscientes de estar creciendo en un silencio convicto. Crece así, desde y hacia el silencio (Integrante del Grupo 47, y muy cercana a la filosofía de Heidegger o Wittgenstein, allí acababa, de hecho, el poemario anterior de Bachmann, El tiempo postergado, en la necesidad de esa vibración a la que todo lenguaje debe aprender a solicitar sus responsabilidades, pero que es también la única palabra capaz de perturbar a quien no quiere oír: el silencio que es la mirada del lenguaje, su gesto), atravesando una larga oscuridad, entreverada de amor y de desdicha, entre dos luces breves e irrevocables.

En el poema que da título al libro percibimos la comprensión de una injusticia que nos amenaza desde siempre, la soledad de habitantes de este jardín de cáscaras tan hermoso como atravesado de abominación, y finalmente percibimos también la verdad (“lo que es verdad no echa arena en tus ojos, / por lo que es verdad sueño y muerte te piden perdón”), la verdad como única defensa: “Una piña vuestro mundo. / Vosotros: sus escamas”.

La verdad, esa búsqueda, no esa certeza, vuela tras la celebración y tras el duelo, sobre el campo de batalla o bajo el crepúsculo de los días de sidra “(¡y aunque tú desvalijes de noche mi corazón, / pájaro mío de buena fe y de confianza!)”. Que lo indecible quede expresado en lo no dicho (lección de Wittgenstein) se cumple en estos poemas que hicieron de la autora una de las más elevadas de la poesía alemana en su época; pero además se hace necesario: como enfrentamiento. Bachmann crece con él, sin rencores inútiles, pero con la dureza de una sensibilidad capaz de ver allí donde otros se inclinan hacia un trabajo encubridor, hacia una justicia olvidadiza y corta (“yo he visto el país de niebla, / he comido el corazón de niebla”). Se aproxima la época del bienestar, tras una paz culpable que el lenguaje resiste a duras penas. El libro (1956) crece frente a esa culpa que ensombrece la conciencia de los mayores y que no debería ser heredada por los menores, ese nuevo pecado original para el nuevo milenio que fuera la Segunda Guerra Mundial, y habla:

…triste padre mío,
¿por qué callasteis entonces
y no habéis seguido pensando?

El tema está también en su narrativa (en especial aquella trilogía, Clases de muerte, que no llegó a concluir por culpa precisamente de una clase de muerte nada agradable, aunque acorde a la desmesura vigesimal: el incendio accidental de su apartamento en Roma en 1973): la conciencia manchada de las clases pasivas.

Así las cosas la esperanza es urgencia, como la muerte, pues si “el amor tiene un triunfo y la muerte tiene otro” y si esto ha de ser cierto para siempre, no lo es menos que nosotros, “nosotros no tenemos ninguno”. Tan sólo esa esperanza, la de que “la canción, por encima del polvo, después, / va a superarnos”.

Dicho de otra manera: tan sólo podemos dejar en nuestra música un hueco para los otros, un silencio en el que, sin duda, seguirán escribiendo. Sólo podemos no dejarles solos. Un deber que nos hace, por larga que sea la noche, por pesada y amenazadora que la celeste bóveda de estrellas se nos antoje, irremediablemente libres.