Habla Cernuda, en un poema titulado Hacia la tierra, del sentimiento que finalmente nos impulsa a todos, tras el cansancio quizás de una vacilante y azarosa biografía, a buscar en la memoria lejana la referencia de lo que somos; y a unirnos a eso que, antes de ningún viaje, contenía ya todos los viajes, a ese tiempo verdadero, a ese paisaje «a un tiempo íntimo y remoto». En uno de sus ensayos sobre Hölderlin, Heidegger otorga a ese sentimiento la cualidad de morada del poeta que sabe que «lo que permanece a salvo está en su casa, en su esencia» y funda -añadimos nosotros- en la escritura, el eterno retorno a ese lugar de lejanía que, refractario al análisis, a la lógica, se constituye en duración, se mezcla sin remedio a toda experiencia.
Y en este magnífico poema de Dylan Thomas, ahora traducido y prologado por Marcelo Covián, para Áltera (editorial que se declara decidida a proclamar, frente a una «concepción mercantilista de la literatura», esas obras que van desapareciendo «de los anaqueles de las librerías», lo que hay sin duda que aplaudir), el tema vuelve bajo la forma de apelación al perdido paraíso de la infancia para, desde ahí, dejar en la memoria del lector la marca del abismo de su propia extrañeza, de su aposento vacío. No nostalgia, sino un trastorno disuelto en lo que somos, esencial y serenamente evocado.
Dylan Marlais Thomas nació en Swansea, País de Gales, el 27 de octubre de 1914. En noviembre de 1934 se trasladó a Londres y en diciembre de ese año aparecía Dieciocho poemas. Dos años más tarde, con motivo de la aparición de Veinticinco poemas, Edith Sitwell lo saludaba ya como a uno de los grandes. Ahí empezó una carrera literaria (una vida) que pronto lo convirtió en una verdadera leyenda, una leyenda que los propios excesos del poeta convirtieron en mito en 1953, año en el que moría de delirium tremens en un hospital neoyorquino. La editorial Mondadori ha publicado ya en español un primer volumen de sus obras completas (Relatos completos I); pero hasta que no aparezca su poesía (menos «poética» que su prosa, por cierto, y sin duda el plato fuerte de su contribución a la historia literaria moderna), libritos como éste no pueden dejar de ser leídos (ver nota al pie).
Navidad de un niño en Gales (inédito hasta hoy en nuestro idioma) es un poema que exhibe la suficiente progresión narrativa como para que hasta los más reacios detractores de la poesía moderna puedan aventurarse en su lectura. Es un poema que sorprende por su dinamismo, que se mueve frente a los ojos del lector con la melodía exacta de la emoción que construye (que en ocasiones parece, incluso, dialogar con él). Un puñado de escenas, que irán definiendo un paisaje interior fuertemente anclado en la lejanía de la conciencia, van poco a poco entregándonos el recuerdo de lo que somos: la nieve, el fuego, los gatos, los vecinos y los familiares, el mar, las calles, el miedo de las nocturnas aventuras infantiles («demasiado intrépidos / para articular palabra»), el descubrimiento del otro… Pero sobre todo la nieve, esa nieve que es a la vez algo que cae y algo que crece, una «bolsa de lana» de la que extraer, como una cosa salida de la memoria, traída de la memoria a la verdad, un poco de esa tierra, de esa patria que es la razón última de las palabras que la convocan, del corazón que la extraña. Eso a lo que, volviendo a Heidegger, sólo se puede aludir como a la percepción de «una región interior» (y no sobra poner en relación este concepto con el inscape del que hablara Gerard Manley Hopkins, uno de los poetas admirados por Thomas) «en la cual todo puede desbordarse en lo abierto, en lo ilimitado».
Y así se logra aquí lo que todo gran poema persigue: que el ánimo de todos vibre al aire del ánimo de uno, que el tiempo de todos se vuelva, en cada uno, instante verdadero.
ABC Cultural. 21 de enero de 1999
NOTA: En 2004, Visor libros publicó la Poesía completa de Dylan Thomas, en traducción de Margarita Ardanaz Morán.