Du Fu

Al hilo del agua


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– Presentación de Clara Janés (versión) y Juan Ignacio Preciado Idoeta (traducción). Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid, 2000.

Aunque Li Bo eclipsó a una buena parte de sus colegas durante trescientos años (los de la dinastía Tang, orgullo de esa parte del mundo que hoy llamamos casi igual que entonces), y aunque es a él al que le ha correspondido el mérito de representar uno de los más sorprendentes momentos del pensar humano, los gigantes que le acompañaron siguen proporcionándonos algunos momentos de fascinación, de acuerdo o de entendimiento de tal intensidad que no es posible dejarle solo en su perfección. Junto a poetas como Du Fu, casi parece rígido; pero Occidente ha mirado siempre hacia el Oriente en busca de normas de salida a su obsesión por la normativa, en busca de métodos más sencillos, no más libres. Y allí ha encontrado siempre lo que más ha admirado: la libertad del esclavo.

La escritura es la libertad del hombre encerrado en un código. Se llega lejos a lomos del agua, pero el río no sorprende. Los caminos de la naturaleza no son rectos, recuerdan a los de la escritura. Falsa improvisación. Así los vuelos de la golondrina cuyo juego no explica otra cosa que una búsqueda obligatoria. Para el bobo es un espectáculo gratuito. Du Fu, como Li Bo, sabía que se trataba de la libertad que el hombre extraía del código. Nada más semejante a los grandes clásicos musicales: la ingravidez del equilibrio. Ni un segundo fuera de la norma, y ni un segundo atrapados en ella. Lo que se ve es materia para el pintor. La montaña es materia para el pintor. El poeta no mira la montaña. Nos mira como la montaña. El poeta no siente el viento, sopla sobre nuestros papeles:

Es necesario que suba a la cumbre
y desde allí contemple ese número inmenso
de montañas menudas.

Verdadero, pero no hasta mañana.

En esa forma de estar caben la vida y la arrogancia, tan breve en la inmensidad. Alguien sin la palabra habría sido, sin duda, pasado a cuchillo. No Du Fu: resiste odios y envidias. Lo que hoy es una amenaza no será luego más que una línea en su texto («el mandarín del distrito», por ejemplo). Una vida como otras, eso tuvo. Y fue el más grande.

No esta quieto, no sabe nada de la imagen estática. No busca el movimiento, ni lo recorre: es llevado por él. Construye su casa a última hora, sus negocios no son rentables. Pero en su presencia el bambú agita los colores del campo y eso es más que suficiente para justificar su presencia. «Mezcla los colores», el bambú. Ése es su estudio. La consideración del que observa una naturaleza de palabras y levanta desde ella una realidad transmisible. A su lado se afecta el pintor, a su lado se acobarda el músico («Vida, vino, y no abusar del peine»).

Du Fu es como Claudio Rodríguez, como el nunca leído Larrea: mira. Mira y anota lo que otros vendrán luego a llenar de palabras, a llenar de música innecesaria y de colores inútiles.

Dejo este vaso de vino turbio
no tengo ánimos.

Toda su obra es gesto (he dicho «gesto»), respuesta a una pregunta que ya sólo resuena, a una añoranza. Mira la primavera, el invierno, Du Fu, y ya se han ido (mira, no escribe: la escritura llega después). Lo que pasó es contado, la belleza de lo que pasó es lo que el poema cierra sin ahogar, es el pájaro que la palabra deja suelto. Y la pregunta es cuánto falta para el siguiente mismo, para el próximo idéntico, para el otra vez yo en medio de las cosas. Perfección del pasado (tan mentiroso como este bobo presente eterno nuestro, respuesta a la sinrazón, no razón). Mundo. La pregunta es cuándo vendrá de una verdadera vez ese pasado que nos prometimos a nosotros mismos el día en que miramos hacia fuera desde la tumba sin que ningún imbécil (es una palabra cobarde) nos importunase con su pequeño discurso sangriento, visceral. La ignorancia es el mal. No hay ni otro contenido ni otra verdad en la lengua de Oriente; pero también es dictadura. También puede uno esconderse en esa abierta infinitud. Sólo que el rostro de Du Fu se baña en lágrimas, ve pasar los caballos de la guerra, es el rostro de un hombre. No le importa otra cosa que serlo. No es lo que ahora llamamos un intelectual, no oficia. Es útil. Se puede ser bueno en eso como se puede cantar sin necesidad. Pero él es verdadero, tiene otra lengua, de hombre, y su motivo no es de allí ni de aquí; es pura duda: honestidad, verdadera utilidad de palabras (su necesidad). Los objetos se nombran y los sentimientos se escapan bajo sus sombras, la lengua es el agua del desierto, el silencio, entre palabras, nos abre los ojos.

El que crea que puede fijar el paso de una muchacha con gafas, la luz sobre el membrillo, la sombra de una carreta, el que crea que puede tener el signo, creerá tener la palabra. Pero es simplemente un notario aunque sea capaz de quitar y poner. El poeta Du Fu no certifica, sino que su discurso no puede mentir, antes (sencillamente) se desmoronaría sin dejar rastro. Acostumbrados a inclinarnos ante obras de inminente desmoronamiento, el poder de Du Fu es el de espabilarnos, movernos (seguramente hacernos). Eso es lo que la dinastía Tang nos enseñó: sólo es verdad lo que permanece sin imponerse. Claro que en Occidente siempre fuimos civilizados, siempre tuvimos el mismo color, y usamos el lenguaje para cosas realmente importantes (una sentencia de muerte redactada por un poeta vale más que la mano de una mujer adúltera). En Occidente estamos a salvo y lloramos sólo lo justo, por amor.