Terry Eagleton (1943), estudioso de la cultura antes que de la literatura y hoy titular de cátedra John Rylands de la Universidad de Mánchester, nació y fue educado en una familia obrera y católica. No lo señalamos para sorprender a nadie en relación a los cimientos intelectuales de este crítico marxista (y ateo), pues no sería motivo, sino porque él mismo ha declarado en alguna ocasión lo mucho que valora una formación que le enseñó a “no temer el pensamiento riguroso”, algo de lo que bien podemos alegrarnos sus lectores, ya que, en efecto, su reflexión progresa con un rigor que afianza a quien lo sigue. Pero además su discurso no carece de ironía, permitiéndonos llegar, sin prescindir de una sonrisa a ratos, a conclusiones claras, documentadas y poco o nada severas (otro logro) sobre el ejercicio correcto de una lectura atenta del género poético.
Cómo leer un poema sigue la plantilla del ya clásico, La poesía, de Johannes Pfeiffer, un libro publicado 75 años antes que este pero que aún construye una útil metodología para el aspirante a crítico. Como aquél, que de algún modo actualiza, el de Eagleton exprime los recursos que hacen del lenguaje poético un discurso concreto; aunque donde Pfeiffer afirmaba, Eagleton analiza, discute, propone y (añadiendo atractivo a su empresa) duda cuando es preciso.
Tras una introducción en la que se lamenta de la ausencia de verdadera crítica de poesía (una habilidad que simplemente ha dejado de enseñarse junto con la retórica) y pasar revista a los diversos enfoques de la misma teorizados hasta la fecha, el libro se hace su gran pregunta: “¿Qué es la poesía?” Desde el convencimiento de que la forma es un modo (si no “el modo”) de introducirnos en los acontecimientos (“¿acaso la puntuación es una cosa y la política otra muy distinta?”) y asumiendo que el lenguaje es eso de lo que siempre queda algo, eso a lo que siempre se le podrá extraer más, Eagleton repasa y considera, ejemplo tras ejemplo, los distintos mecanismos de eficacia que se dan cita en el poema para construir su identidad específica, sus implicaciones morales (su utilidad) y su paradójica condición ficcional. Lo que, de paso, le sirve para denunciar algunas falacias clásicas alimentadas a costa del caprichoso vínculo que cada poema es capaz de establecer entre palabras y cosas.
El libro se declara manual; pero sería mejor decir que el libro deviene manual (a partir del capítulo cuatro), por más que su lectura interese o debiera interesar antes al profesor que al alumno; especialmente en un país donde la atención a la poesía desaparece al ritmo de necesidades exóticas, como si defender que la flor campestre puede agradarle al verano fuese contra la economía de la razón informativa o entorpeciera la llegada al mercado de los dulces y maduros melones.
De lo general a lo particular, el libro avanza desbrozando el camino de la lectura atenta hasta el pormenorizado análisis de las texturas, cadencias, imaginería o pertinencia de los fragmentos que escoge. Y es en este punto donde algún lector se lamentará de su escaso nivel de inglés o echará de menos un poco de malicia por parte del traductor (Mario Jurado, por lo demás impecable) a la hora de adecuar las versiones en español (que, por supuesto se ofrecen) a las exposiciones y explicaciones del autor. No es ni mucho menos un impedimento insalvable, pues Eagleton no escatima argumentos para hacerse entender, pero debíamos señalarlo.
Por último, y justo antes de que el lector lo reclame, el autor nos ofrece una pequeña demostración de su ciencia. Para ello selecciona y analiza cuatro poemas: Oda al atardecer, de William Collins, La segadora solitaria, de William Wordsworth, La grandiosidad de Dios, de Gerard Manley Hopkins y Cincuenta haces de leña, de Edward Thomas. El resultado es doblemente ejemplar pues Eagleton, lector inevitablemente creativo, no sólo demuestra una sobrada capacidad de penetración y una agudeza envidiables, sino que –en un difícil equilibrio entre objetividad y subjetividad, por decirlo llanamente– nos enseña sus cartas. Ya se sabe: no hay elección arbitraria, no hay selección inocente. Un libro en suma tan entretenido como erudito, divertido a ratos y útil siempre, que satisfará a principiantes y a expertos, entre otras cosas, porque no se avergüenza de su rigor, ni lo hace árido.
Juan Carlos Suñén, 2011