“En lo que a nosotros respecta”, dice Damian Necula en su prólogo a este asombroso libro de Nichita Stanescu (Ploiesti, 1933-Bucarest, 1983), “si no entendemos o no aceptamos la posibilidad de varios niveles de existencia, […] si situamos y juzgamos al poeta sólo a través de la comodidad de nuestras trayectorias cotidianas, nunca le comprenderemos”. Reproduzco estas líneas para advertir al lector de su estricta veracidad. Quien se acerque a este libro esperando encontrarse con los “pequeños males” que protagonizan la poesía al uso se perderá a uno de los mejores autores europeos de la literatura del siglo XX (y no me rajo), pero quien espere encontrarse con los “males públicos” tampoco encontrará aquí la voz de un héroe del pueblo.
Stanescu es casi un milagro. Lo es su decir a la vez elevado, valeroso y cercano. Y lo es sobre todo su forma de hacer, como si cada una de sus palabras tuviese un blanco preciso, único y profundo. En suma, uno de esos poetas que nos reconcilian con el lenguaje, que nos hace pensar que aún se puede salir en él a traernos de nuevo todo aquello que la comodidad nos fue robando. Estas once elegías valieron a Stanescu (a partir de 1966, fecha de su publicación en Bucarest) un reconocimiento internacional hoy lamentablemente tan alejado de nuestras preocupaciones como su propio país. Su asunto: la escritura poética, a cuyo través, siempre tan frágil, la pura vida se transparenta en cegadora desnudez:
a la esfera,
en plenitud de cuerpo
y delgadez de piel.
Pero tiene aún
menos piel que la esfera.
El poeta advierte de los peligros de nuestras fisuras. Ahí donde exhibamos la fractura más mínima alguien colocará su culto y su factura. Leo en la Segunda elegía:
tu ojo,
porque traerán y asentará en la órbita un dios
y ahí se quedará petrificado
y nuestras almas se estremecerán glorificándolo…
Pero la espiritualidad de Stanescu no es una huida del mundo, nada de él le es ajeno ni hay evento prosaico. Siente el invierno de fuera como el de dentro, y en su dolor reconocemos el nuestro
hundiéndome en sí mismo profundamente,
con voluntad
de matarme para poder ser libre
y no matándome
para poder, no obstante, ser vivido por alguien.
Pero a la vez mantiene a raya lo real, la tentación que comporta una relación con el mundo que demasiado a menudo se transforma en pura incomunicación: ceremonia de la palabrería, equívoco. Así al menos parece advertírnoslo en otra de la elegías de este libro (la quinta) que comienza con ese sorpresivo “No me enfadé jamás con las manzanas” y en las que el poeta se ve empujado, para librarse del tribunal de las cosas, a
de las manzanas, de las hojas,
de las sombras,
de los pájaros.
Todo está cerca para él, y ahí es donde lo quiere, ahí: donde de puro cerca se vuelve lo vivido incomprensible. Porque en el fondo se trata de un poeta de la soledad, de la dulce soledad de quien comparte sin entrometerse, de quien se sabe ahí a salvo de las pérdidas que aguardan a quien se construye su ahí. No es ilegítimo tacharle, si se quiere y desde posiciones extraliterarias (no olvide el lector que Stanescu escribe bajo la dictadura de Nicolae Ceauşescu) de escapista, o de acomodado, pero es hablar de algo de lo que su poesía acabará estando a salvo.
Ioana Zlotescu y José María Bermejo son responsables de una traducción que suena más que convincentemente, como si nada de la potencia poética del lenguaje de Stanescu se hubiese perdido en su traslado a otro idioma. Un motivo más para no dejar de leer este libro, uno de los más hermosos libros de poemas (debe decirse) que este crítico ha leído en mucho tiempo.
ABC Cultural. 3 de marzo de 2001