Siete poemas sobre la poesía

Cuando pensé en seleccionar siete poemas sobre la poesía no estaba en mi ánimo ilustrar con ellos ninguna concepción previa. Tampoco deseaba sumergirme -como uno de esos submarinistas enjaulados a la caza de imágenes del predecible tiburón- en el mar conocido pero peligroso de la metapoesía. Más bien al contrario: deseaba juntar algunos poemas -tal vez podía entonces recordar dos o tres- con objeto de que el lector percibiese a su través, si acaso, un reflejo de esa relación que el poeta mantiene primero con su propio oficio y, luego, con su voz: ese yo hablante, a veces casi imperceptible, otras tan sólido como un actor, pero nunca ausente, y al que la crítica no acaba nunca de poner nombres. Claro que enseguida advertí que serían precisas algunas explicaciones y que, por lo mismo, cierta inclinación personal quedaría inevitablemente entrelazada a la empresa. Hubiera sido así en ausencia de toda aclaración o pista, pues el mero hecho de seleccionar compromete. No deseaba desde luego justificar la calidad de los poemas, me despreocupo así no sólo del análisis estético, sino de cuestiones como la lengua original o la época. Si no lo hiciera, la selección se volvería ridícula en su pretensión ejemplificadora, o interminable en su afán exhaustivo.

El primer poema que me vino a la memoria fue un anónimo irlandés del siglo VIII o comienzos del IX llamado «El monje y el gato» (en «La poesía Irlandesa». Mariá Manent. Plaza y Janés. Barcelona, 1977), pero no servía, ya que en contra de lo que yo recordaba el monje en cuestión no se dedicaba a las letras sino a las ciencias. La parte del gato estaba mejor, pero me había propuesto no fragmentar los textos. En el mismo volumen, sin embargo, encontré uno perfecto para abrir boca:

SOY RAFTERY

Soy Raftery, el poeta,
henchido del amor y la esperanza.
Nada ven ya mis ojos, mas no siento amargura
si voy, mundo adelante
(y el corazón me alumbra), fatigado, rendido,
hasta el fin de mi ruta.
Miradme -estoy ahora
de espaldas contra el muro, y a bolsillos vacíos ofreceré mi música.

El autor es, en efecto A. Raftery (1749-1935), de Killiendon. Podríamos pensar que se idealiza a si mismo, que miente para abundar en algunos tópicos de la vida de los poetas, pero no es así- era realmente ciego y vagabundo, y cantaba sus poemas en torno a Gort (en el condado de Gaiway, donde al fin murió). Me gusta ese «de espaldas contra el muro» sin posibilidad de retroceso pero también garantizando la acústica como la página garantiza la fijeza. También es un poema sobre la vida de cualquier hombre, y podría haber sido escrito por un vidente sedentario y no mal retribuido. La sinceridad de un poema no depende, en realidad, de este detalle. Es conocido el caso de cierta admiradora de los poemas de Thomson que se jactaba de poder deducir, por la lectura de las obras del poeta, al menos tres aspectos de su carácter: que era gran amador, gran nadador y riguroso abstinente. A lo que Richard Savage, íntimo amigo del poeta, respondía jurando que Thomson no conocía más amor que el sexo, que no se había metido en su vida en agua fría y que, decididamente, se entregaba todos los lujos al alcance de su mano. El hecho de que Richard Savage fuese un mentiroso no hace sino reforzar la sospecha de que siempre ha existido el personaje poético. 0 lo que es lo mismo, que el yo del poema es «siempre» ficticio, puro delirio, como asegura este «hermético» poema de Paul Celan (Cambio de aliento, 1967. Traducción de Felipe Boso. Poesía/Cátedra. Madrid, 1986):

(YA SÉ QUIÉN ERES, eres la doblegada,
yo el alanceado, soy tu servidor.
¿Dónde arde el verbo que compurgó por ambos?
Tú -toda cierta. Yo -todo ficción.)

El caso contrario -un poema totalmente ficticio de un yo absolutamente cierto- sería un mero ejercicio de estilo perfectamente separable en fondo y forma.

Un poema es todo lo que contiene. Su sinceridad o insinceridad no debe ni puede considerarse fuera de sus demás estratos (no puede medirse, digamos, desde la comparación con una vida original del poeta, o desde la particularidad de su estilo), sino como un efecto de la totalidad, de la integridad que le hace a un tiempo autónomo y coherente.

Por supuesto, el poema de Celan podría interpretarse de muchas maneras, pero en poesía entender es encontrar y en este caso hemos encontrado algo así como una intuición que resultará familiar a más de uno. Lo sellado libera, se vuelve lo compartido, engendra entre el poeta y el lector eso que Vladimir Holan llamó «un tercer corazón». Holan escribió por cierto muchos poemas sobre el tema de la escritura. Éste -perteneciente a su libro «Dolor» (Una noche con Hamlet. Otros poemas. Traducción de Josef Forheisky. Revisión y prólogo de Guillermo Carnero. Barral Editores. Barcelona, 1970)- que reproduzco solía yo leerlo de jovencito, creyéndome a salvo de sus advertencias:

LA GRUTA DE LAS PALABRAS

No entra impunemente el joven con su luz
en la gruta de las palabras. Audaz presiente apenas
dónde se encuentra… Joven, aunque ha sufrido,
no sabe lo que es el dolor… Sabio antes de tiempo…
se escapa sin haber entrado
y alega como excusa la inmadurez de su época…

¡La gruta de las palabras…!
Sólo el verdadero poeta, y por su cuenta y riesgo,
pierde delirando en ella las alas y con ello la manera
de someterlas de nuevo a la gravedad
y no menoscabar esa fuerza que atrae hacia la tierra…

¡La gruta de las palabras! Sólo el verdadero poeta
regresa con su silencio
para encontrar, ya viejo, a un niño que llora,
abandonado por el mundo en su umbral.

No puedo reproducir otro poema del mismo volumen, que da cuenta de uno de esos gajes del oficio que no siempre es sencillo sobrellevar con paciencia: los enemigos. Termina diciendo una gran verdad: Sólo la mierda es fácil. También José Emilio Pacheco dedica a los enemigos algunas lindezas en un poema titulado «Legítima defensa», que comienza Murió el Saint-Beuve de nuestra aldea. De otro, de Holan, que es demasiado largo, no puedo evitar, a sabiendas de que aseguré que no lo haría, citar al menos este fragmento: Quisiera ser un pésimo poeta / para sentirme satisfecho con lo que escribo / y vivir lejos /de tu dedito admonitorio, / autocrítica.

No es el único motivo por el que he asociado a ambos poetas. Es que resulta casi igualmente difícil seleccionar uno de entre los muchos poemas que Pacheco dedica a la supervivencia amenazada de un arte / que nadie lee pero que al parecer / todos detestan. Finalmente elijo este («No me preguntes cómo pasa en tiempo». Joaquín Mortiz. México, 1969):

DISERTACIÓN SOBRE LA CONSONANCIA

Aunque a veces parezca por la sonoridad del castellano
que todavía los versos andan de acuerdo con la métrica;
aunque parta de ella y la atesore y la saquee,
lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último
poco tiene en común con La Poesía, llamada así
por académicos y preceptistas de otro tiempo.

Entonces debe plantearse a la asamblea una redefinición
que amplíe los límites (si aún existen límites),
algún vocablo menos frecuentado por el invencible desafío de los clásicos.
Un nombre, cualquier término (se aceptan sugerencias)
que evite las sorpresas y cóleras de quienes
-tan razonablemente- leen un poema y dicen:
“Esto ya no es poesía”.

Alguno se sentirá identificado, sin duda, con ese razonable lector. También se sentirá, espero, un poco culpable; aunque en el fondo inocente: al fin y al cabo, hasta ahora nadie ha sido capaz de explicar qué sea exactamente la poesía moderna. Tampoco lo haré yo, pero sí me serviré de su tan generalizado prejuicio para dar entrada a un nuevo poema, esta vez de Wallace Stevens («Partes de un mundo», 1942):

DE POESÍA MODERNA

El poema de la mente en el acto de hallar
Lo que habrá de bastarle. No siempre hubo de hallar:
La escena era precisa: repetía
Lo que había en el guion.
Entonces el teatro
Cambiaba en algo más. Y su pasado era un recuerdo.

Ha de vivir. Saber el habla del lugar.
Ha de encarar a los hombres del tiempo,
Hallar a las mujeres del tiempo; pensar acerca de la guerra
Y hallar lo que habrá de bastarle. He de
Edificar un escenario nuevo, estar sobre el escenario
Y, tal actor insaciable, lentamente y con
Meditación decir palabras que en el oído
En el más delicado oído de la mente, repitan
Exactamente lo que quiere oír, en cuyo
Sonido, un invisible auditorio escucha
No la pieza, sino a sí mismo, expresada en una
Emoción como de dos personas, como de
Dos emociones convirtiéndose en una. El actor es
Un autor metafísico en lo oscuro, tañendo
Un instrumento, tañendo tensas cuerdas que producen
Sonidos que atraviesan súbita equidad, que contienen
En su totalidad la mente, debajo de la cual no puede
Descender, fuera de la que no habrá de subir. Debe
Ser el encuentro de una satisfacción, y
Quizá de un hombre patinando, una mujer que baila, una
Mujer peinándose. El poema del acto de la mente.

Como se ve, aquí (la versión es de Andrés Sánchez Robayna) aparecen el actor y, también, ese triple corazón del que habló Holan, implicados en y a la vez creados por esa imposibilidad de separación que identifica al poema como eso, en cuanto objeto de conocimiento, de búsqueda, distinto de la prosa. Un problema, por cierto, que en ausencia de reglas fijas se ha ido volviendo importante: el de la identidad de la poesía antes como instrumento que como instrumentalización del lenguaje. Algo que Czeslaw Milosz veía así:

¿ARS POÉTICA?

Siempre sentí la nostalgia de una forma más capaz,
que no fuese demasiado poesía ni demasiado prosa
y que permitiera la comprensión sin exponer a nadie,
ni al autor ni al lector, a torturas de orden superior.

En la esencia misma de la poesía hay algo indecente:
surge de nosotros algo que ni sospechamos que estuviera allí,
parpadeamos entonces, como si un tigre saltara de nosotros,
firme en la luz, la cola golpeando sus costados.

Por eso justamente se dice que la poesía está dictada por el demonio,
aunque se exagera al sostener que debe tratarse de un ángel.
Es difícil comprender de dónde viene el orgullo de los poetas
si a veces sienten vergüenza por ser visible su debilidad.

¿Qué hombre razonable aceptaría ser territorio de demonios
que se comportan en él como en casa propia, hablando múltiples lenguas,
y que, no satisfechos, de robarle la boca y la mano,
tratan, por comodidad propia, de cambiarle el destino?

Pero lo que es morboso recibe hoy mucho aprecio;
cualquiera podría pensar que sólo estoy bromeando
o que he encontrado algún nuevo modo
de alabar el Arte sirviéndome de la ironía.

Hubo un tiempo en que se leían sólo los libros sabios
que ayudaban a soportar el dolor y la desgracia.
Esto, sin embargo, no es lo mismo que hojear mil
obras que provienen directamente de una clínica psiquiátrica.

Además, el mundo es distinto de lo que parece,
y nosotros somos distintos de nuestro farfullar.
La gente conserva entonces una silenciosa honestidad
conquistando así el respeto de los parientes y del vecindario.

La utilidad de la poesía está en recordarnos
que es difícil seguir siendo la misma persona,
porque nuestra casa está abierta, su puerta, sin llave,
y los huéspedes invisibles salen y entran.

Lo que aquí digo no es, de acuerdo, poesía.
Porque es lícito escribir versos rara vez y sin ganas,
bajo un apremio insoportable y sólo con la esperanza
de que los espíritus buenos, no los malos, hagan de nosotros un instrumento.

No hace falta que señale que ese «de acuerdo» final («Poemas». Selección, traducción y prólogo de Bárbara Stawizka. Tusquets. Barcelona, 1984) está dirigido a la misma clase de lector razonable que ya aparecía en el poema de Pacheco. Hasta aquí, una serie de obsesiones han venido repitiéndose: la del yo poético siempre ficticio cuya voz dice, sin embargo, siempre verdad (que es lo que Pessoa quiso decir con aquello de «el poeta es un fingidor…»), la visión del poeta como una especie de condenado voluntario, la lucha del poema contra sus definiciones, y esas visiones del actor metafísico en lo oscuro, la gruta, la ceguera, los demonios: todas tiñendo el acto de la creación de un sentido de profundidad y reunión, de comprometida incursión en la noche abierta de la conciencia. Antonio Gamoneda (aunque él callará si le preguntamos por la interpretación correcta de su poema), lo expresa («Blues castellano», 1982) de este modo:

IDA Y VUELTA

Has cruzado despacio la ciudad.
Por una vez, tú no vas a trabajar,
ni a comprar una medicina,
ni a entregar una carta:
has salido a la calle para estar en la noche.

Tienes suerte esta vez;
has sabido, esta vez, que se puede vivir
y sentir reunidas tu existencia y la noche,
y que es justo y es bello y es real respirar
en esta libertad oscura hasta las estrellas.

Y, de pronto,
has pensado en tu especie y en tu privación
y en que, todos los días de la vida,
los que no aman la noche nos ocultan
esta paz que hay entre nosotros y las cosas del mundo.

Es entonces
cuando más que en la noche tú vives en la cólera
y en el amor también. Y te detienes.

Desandas la ciudad y te reúnes
a otra profundidad también oscura.

A esa profundidad «también oscura» el poema es un acto clandestino, pero igualmente una convocatoria y el producto, demonios, de sí mismo.