Entender un poema

No son pocos los que, a su pesar, prescinden de la poesía ante lo que ellos creen ya una especie de incapacidad personal, ya una perversa invención de los poetas: la ininteligibilidad.
Equivocados, y mucho, desean entender porque creen que otros lo hacen, sin advertir que al hacerlo le presuponen al poema una dosis de falsedad traducible. No la tiene. Así que lo que realmente no entienden no es el poema, sino qué significa exactamente, para el poeta, ser entendido. Veamos tres fragmentos, respectivamente de Beckett, Freyre y López Parada.

¿Qué es esto?
¿Un huevo?
Por los hermanos Boot, apesta a fresco.
Dáselo a Guillot.
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Peregrina paloma imaginaria
que enalteces los últimos amores;
alma de luz de música y de flores,
peregrina paloma imaginaria.
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El rato entero mientras yo dormía
estuvo él hablando en el cuarto vecino,
el que creíamos sin nadie y desocupado.
Toda la noche se quejó y toda hizo ruido.

El primero no parece ofrecernos grandes quebraderos de cabeza, salvo que no sabemos quién es Guillot ni quiénes los hermanos Boot, ni por qué el que habla rechaza de ese modo un huevo fresco. Podemos suponer que se nos explicará más adelante. Pero no es así. El autor espera que el lector sepa esas cosas, o le da igual. No es un verso difícil, ni más o menos ininteligible que otros, sólo es complejo. Lo es porque exige al lector ingenuo que sepa que:

Los hermanos Boot refutaron a Aristóteles en 1640.
Descartes confiaba a su criado Guillot los cálculos sencillos.
Descartes aseguraba que la tortilla sólo estaba en su punto si se hacía con huevos incubados entre ocho y diez días.

Como se ve, es complejo, pero -sin responder exactamente a aquello que decía Graves: «un poema tan claro que sólo lo entiendan dos o tres personas»- sólo porque oculta datos que pueden ser encontrados, creando en el lector la falsa impresión de haber “entendido”. El poema no está, sin embargo, en esos datos.

El poema está más cerca de la burla hacia quienes codician esos datos; pero descartar que se trate de un desafío tampoco sería prudente. ¿Cómo leerlo, entonces? Desde luego no (o quién sabe) como algo para recordar en caso de necesitar una cita erudita en una conversación romántica.

Leerlo como una canción de adulto a adulto no sería una mala idea.

Del segundo fragmento -en el que muchos reconocerán lo que habitualmente se entiende por poesía- decía Borges que no significaba nada. Pero podría tratarse de una metáfora de la luna e incluso ocultar una fecha del calendario pagano. La luna ha sido a menudo comparada con un ave vagabunda por los antiguos, debido a la dificultad de prever su posición en el cielo. Así pues, ¿por qué no? De todos modos se presta a la ilusión del entendimiento. Eso sí: es de los tres el que nos produce un efecto estético más inmediato. Efecto en el que el verdadero poema no se detendrá (como sí parece hacerlo este), por cierto, sino que apuntará más lejos: a nuestra experiencia pos estética.

El tercero, prácticamente sin retoques, podría ordenarse en prosa y confundirse con el comienzo de un cuento. No parece necesitar de otra información que la que ofrece -y muchos estarían dispuestos a afirmar que es el más realista- pero de los tres es, sin duda, el que contiene un mayor grado de autorreferencialidad, lo que -en forma de silencio, de escaqueo de información- nos provoca una desazón sin duda deseada por el poeta. Como Beckett, como Freyre, no explica nada realmente, pero pone al lector allí donde lo necesita. Como ellos, nos saca de nuestro ambiente para introducirnos en un máximo de sentido con un mínimo de recursos.

¿Y si ocurriese que el poeta no escribe para todo el mundo?

Ambiente. Esa es una palabra que no habría que perder de vista: “el poeta nos arranca de nuestro contexto para encajarnos en el suyo y descabala nuestro patrón al hacernos construir el suyo, apartándose de las referencias comunes, de las normas de que están constituidos los significados genéricos que nosotros aportamos a su configuración fictiva en calidad de contexto de expectativas. Esta perturbación, este desorden, nos obliga a construir patrones que no están de conformidad con los nuestros propios (como tampoco, por descontado, con los patrones de la convención genérica), y que no éramos conscientes de poder aprehender hasta que no lo hicimos, guiados por el poeta” *.

No se entusiasmen. No se dejen guiar por cualquiera. En estos tres ejemplos hay arbitrariedad y duda, pero también raíces fiables y bien asentadas. Cualquiera puede equivocarse, naturalmente, pero un lector de poesía sólo puede ser tan esforzado como su autor.

En suma: eso a lo que nos referimos cuando manifestamos nuestro deseo de entender no tiene nada que ver con el poema, no es ni su condición, ni su objetivo, ni mucho menos su fundamento. Un poema es siempre legible y siempre ininteligible. Y, desde luego, nunca nos proporcionará nada que no venga a alimentar nuestra sospecha de que “una vez sólo / se entorna la puerta y una vez vemos.**” Si el lector desea realmente acabar disfrutando de la poesía, hágame caso: vea, pero prohíbase la palabra entender, que sólo tiene sentido en relación a los discursos convencionales. Sólo lo falso puede ser entendido.

* Murray Krieger. Teoría de la crítica. 1976 (Visor. Madrid, 1992. Traducción de Ramón Buenaventura).
** Esperanza López Parada. Los tres días. Ed. Pre-Textos. Valencia, 1994.