Samuel Beckett: Poesía

Vacío salvo ella


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– Edición, traducción, estudio preliminar y notas de Jenaro Talens.
Edición trilingüe. Hiperión. Madrid, 2000. 311 páginas.

Hay quien llevaba esperando este libro treinta años. No tantos, pero casi, quien firma estas líneas, que debió leer las primeras traducciones del poeta Jenaro Talens de la poesía de Samuel Beckett (1906-1989) algo más tarde de su publicación en el setenta, cuando de hecho aún no se habían escrito algunos de los poemas que ahora aparecen aquí. Pero en cualquier caso hay que señalar que esa espera se vio prolongada, tras la muerte del autor, por cuestiones ajenas al deseo de todos (incluido el traductor) más allá de lo que nadie se imaginaba entonces.

Que en el camino Talens (edición, traducción, estudio y anotación de esta Obra poética completa son responsabilidad suya) no haya tirado la toalla es ejemplo de perseverancia, sin duda; aunque también demuestra una convicción –la de que la poesía de Beckett no ha perdido un solo gramo de intensidad– a la que tras la lectura de esta Obra poética completa no puede uno sino adherirse. Talens realiza una traducción que, naturalmente, suscitará sus polémicas; pero que es ajustada siempre y arriesgada donde se requiere. Nada fácil, si tenemos en cuenta que hablamos de un escritor amante de los guiños verbales y las referencias veladas, pero incapaz de dejar una pista allí donde no sirve expresamente al texto y sólo al texto. Un texto voluntaria, necesariamente, oscuro.

Solemos pensar en Beckett como dramaturgo, y también como novelista (y como novelista su influencia no ha sido menor que la ejercida por su obra dramática, fuente, según Lluís Pasqual, “del 20 por ciento” de la escritura teatral posterior); pero lo cierto es que no se tiene a Beckett sin su poesía (mucho menos conocida que reconocida), como no se le tiene sin sus espacios, como no se le tiene sin sus lenguas (ésta es edición trilingüe, por cierto): el francés y el inglés. Y cuando al fin se le vislumbra en su temeridad se convierte en uno de esos autores que aparecen detrás de todo, debajo y sobre todo lo escrito posteriormente. Por su culpa pensamos más por él de lo que realmente pensamos en él (y quizás no sea aconsejable pensar demasiado en él, después de todo).

Digo que no deseamos pensar demasiado en él, desde su obra, porque ésta parece eludir y hasta embromar a cualquiera que intente someterla sistemas del análisis empeñados en el rastreo de lo autoral (psicológico o biográfico). Parece haber crecido sóla, salvajemente. Pide nuestra palabra, exige a su vez que seamos creativos. No, no pensamos en él, escribimos “sobre” su escritura. Su paradoja es la paradoja de todos, hoy por hoy: no somos sin la cultura del pensamiento, pero ésta ya no nos procura coherencia, no nos brinda relato. ¿Entonces?

Entonces está ese “yo” múltiple, ese “yo” cuya voz está hecha de muchas palabras inclinándose hacia unas pocas, obsesivas: voces de la cultura de la historia antes que de la historia de la cultura (desde los profetas menores a la pintura del XIX, desde las armonías de la música K’in a la cerveza Guinness, desde los genios tutelares mandinga al propio día a día en la vida de un llamado Samuel Beckett por lo que escribe). Voz-mosaico para un discurso que se fragmenta, pero en el que cada uno de los pedazos constituye una lección de pureza. Se puede ver con claridad lo oscuro, no en lo oscuro (“escuchar puede ver pero no es necesario”).

Y cuando ahora uno vuelve a sus poemas, puede verlos reunidos, lo que percibe es una especie de largo poema sagrado. Piense el lector en las colecciones sumerio-acadias. El fragmento se manifiesta como la única forma de acceder a una realidad de la que lo completo nunca habría podido dar cuenta. Avanzar no es narrar, y “esto no es moverse, sino conmoverse”. El mundo no puede marchar sobre un cuento trazado, y no puede ser dicho en un lenguaje acabado. La lengua, limitada al esqueleto de un eco, no danza sin embargo en su escenario oscuro, ni oscurece el escenario previo: el escenario es la danza. De vez en cuando, un instante, “ya demasiado tarde para dar brillo al cielo” es visitada allí por el rostro de la belleza que le abandonó, “de modo que no hay sol ni revelaciones”. Y sin embargo allí sigue la lengua, danzando en su oscuridad, pidiéndole a sus ecos que se confundan, que inventen un discurso para lo “otro”, uno capaz de resolver “la larga frase de la noche”. Resolver, no traducir (“escuchar puede ver pero no es necesario”), al fin y al cabo sabemos ya: cantamos la mudez de cuando nos rodea. No cabe historia:

Soy un niño atrevido, ya lo sé,
luego no soy mi hijo.

Así, la poesía no es exactamente monólogo (es monólogo) sino que se dice, con otros, en los huecos del único discurso capaz de aceptar que la claridad es la conciencia de la noche que se desliza entre las sílabas de una sola, larga y única palabra que a menudo confundimos con el silencio y a la que sólo desmontando responderemos “tumba di tú también la palabra”, leo en Sanies I, y más adelante:

Veo por fin el verbo principal
aquélla a quien aislada en el acusativo
desmonté para amar.

Un trabajo mediante el que el hombre no construye nada pasra vivir, sino una nada bajo lo que vivir, no: un trabajo que es su casa misma, su techo o su cárcel, pero “¿no es mejor abortar que ser estéril?”
Y sin embargo son ellas mismas la esperanza (la hay, ¿la hay?), esas “palabras supervivientes de la vida” que nos permiten enunciar la lluvia que llora a aquélla que creyó amarnos. Así la voz, como una compañía de doctores decididos a liberar la conciencia de su cárcel; decididos incluso en su dolor, tan verdadero:

Un batir de palabras gastadas una vez más en el corazón
amor amor amor golpe de un émbolo antiquísimo
moliendo el suero inalterable, las palabras.

Como una compañía, digo, no como un “yo” (que es ciego testigo, hombre de la Caverna); como los ojos de “yo” (que es paso hacia), que ve ésa, la vieja luz, el muy gastado rescoldo sobre el que el viejo mira llegar sin miedo “a quien amada no pudo ser vencida”, ni más ni menos.

ABC Cultural. 16 de diciembre de 2000