Ladridos

No son un perro que pasa u otro que ladra, sin más, tampoco ese, o esos, con los que se intimida a un vencido o se compara a un desgraciado. Son perros verdaderos, y lo son no porque existiesen realmente alguna vez fuera del poema, sino porque son en él con firmeza, y lo saben servir sin dejar de dar testimonio de sí mismos, sin quedarse en adorno, en mero objeto. Podían ser diecisiete, o siete, pero el espacio me obliga a quedarme con tres nacidos de las palabras. No obstante buenos perros, capaces de querer y ser queridos.

Y el primero, sin duda, es Argos, el perro que Odiseo crió en Ítaca desde cachorro «mas del cual no gozó pues partió para Troya sagrada». Odiseo no vuelve a verlo hasta su regreso a la isla. Ocurre frente a su propio palacio, durante una conversación con Eumeo, el porquero. Homero describe así la escena:

Mientras seguían charlando de cosas como éstas,
levantó la cabeza y orejas un perro allí echado.

No puedo dejar, por cierto, de advertir la eficacia de este desplazamiento de la atención que servirá para mostrarnos con absoluta genialidad qué es lo que guarda el corazón del héroe. Prosigue Homero:

Con frecuencia los jóvenes, antes, consigo llevábanlo
a correr a las monteses, la liebre o el ciervo.

De eso hace ya mucho, ahora el anciano animal dormita junto a la puerta «lleno de garrapatas». Al reconocer a su amo, Argos, que carece de fuerzas para ir a su encuentro, mueve la cola y baja las orejas (el gesto es suficiente, no osará Homero, capaz de hacer hablar a un río, cometer el error de hacer explícito el sentimiento de un perro). Odiseo, que igualmente ha reconocido a Argos, pero que no desea revelar su identidad se seca, entonces, una lágrima que consigue ocultar a Eumeo, pero no puede evitar un elogio que el porquero corrobora. El lector desconfía de que esa fidelidad del animal sea también posible en el humano, ¿habría sido tan pura la espera de Penélope? Argos es un testigo esperanzador, un perro que demuestra que el pasado da vida. Así las cualidades del perro forman parte de uno de los mayores poemas de que ha sido capaz el ser humano. No es un gran papel, el de Argos, apenas unos pocos versos, pero la limpieza del efecto dramático que procura, la intensidad de esa breve aparición que da profundidad al alma de Odiseo, lo vuelve imprescindible.

El segundo sirve a la duración, a ese momento en el que el tiempo del reloj camina junto al del corazón y uno es donde existe y existe donde es, como si la armonía fuese posible. Tiene cierta importancia en el que, a decir de muchos a los que no discutiré, es el mejor poema de Juan Ramón Jiménez: Espacio. Su ladrido pasado está vivo en un instante que reúne la vida entera:

Y yo lo estoy oyendo allí,
allí, no aquí, no aquí, allí, allí.

Y, de nuevo, un poco más adelante lo que era sólo una imagen cobra su verdadera realidad y es ya un perro presente, ese que «nos precede»… y,

cuando vamos a ir de madrugada
adonde sea, alegres o pesados;
él lo hace todo, triste o contento, antes que nosotros.

Este es un perro de compañía, se preocupa de que el mundo siga en su sitio a nuestro alrededor, y también el tiempo.

El tercero es cortesía de Goethe, el poema XVII de su Elegías romanas:

Me resultan molestos varios sones, pero el ladrido del perro
sigue siendo para mí el más odioso: el aullar me desgarra el oído.
Sólo uno, el perro que crió el vecino, me deleita
cuando lo oigo aullar y ladrar.
Pues ladraba en otro tiempo a mi muchacha cuando a escondidas,
venía sigilosa; y casi delató nuestro secreto.
Ahora, cuando lo oigo, pienso para mis adentros: ella viene.
O rememoro los tiempos en que venía aquella a quien yo esperaba.

Nadie que se haya conmovido escuchando una canción vulgar sólo porque en su día sirvió de fondo a un poco de felicidad, ignora que este perro, aunque ajeno, es también de defensa: defiende contra el olvido.

Dije tres, pero hay un cuarto al que (casi por superstición, porque no vaya a aparecérseme en sueños) no puedo dejar de mencionar: el perro crítico de Vicente Aleixandre, un autor desgraciadamente poco leído ya. Sirio, se llamaba, y se ganó un puesto en nuestra literatura gracias a un poema que Claudio Rodríguez le dedicó aunque no tenía necesidad de ganárselo:

No ladraste a los niños ni a los pobres
sino a los malos poetas, cuyo tufo
olías desde lejos, fino rastreador.

Juan Carlos Suñén
ABC Cultural
11 de septiembre de 1999 (revisado en 2016)