José Miguel Ullán: Visto y no visto

La oquedad imantada


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– Editorial Ave del Paraíso. Colección Es un decir.
Madrid, 1993. 181 páginas.

Decía Paul Valery que el poeta era literalmente compañero del pintor y del escultor. Una afirmación acertada, sin duda, pero que en algunos libros se hace más verdadera que en otros.

El de José Miguel Ullán (Villarino de los Aires, Salamanca, 1944-Madrid, 2009) es ya uno de los nombre imprescindibles para la cabal comprensión de la renovación emprendida por algunos poetas jóvenes españoles a partir de finales de los sesenta. Décimo novísimo, Ullán fue entregándonos una si se quiere desigual, pero siempre atendida e imitada obra poética a lo largo de los últimos años. Poeta personal como pocos, alguno de sus libros -desde Maniluvios, en 1972- servirían además para dignificar y mantener abierto un espacio creativo, de libertad y dignidad textuales poco o nada transitado -si con rigor, sin éxito- por la literatura posterior a los últimos intentos vanguardistas de los sesenta.

El acierto en la imagen (poesía visual, y algún snap-poema), pero también el impulso esencialista de la poesía (cosa) del Mallarmé más radical (o del mejor Francisco Pino, más cercano), brillan nítidamente en la primera parte de este Visto y no visto con que el autor pone fin a una ausencia de las librerías que rondaba ya los ocho años. Una primera parte marcada por la ironía, presidida por un lenguaje en apariencia -pero no autista, al contrario: invitando siempre a compartir una atención finalmente lanzada al exterior- autorreferente, propenso a devorarse a sí mismo antes casi de que podamos intuir su pertinencia, su intención y -consecuentemente- su engaño:

La noche de metal que nunca suena
en balde
sobre la herrumbre del cansancio
tiende…

Aquí, el poeta busca el pretexto de los nombres propios (insuperable sentencia, la de este “Islote”, casi futuro apotegma dedicado a Sánchez Ferlosio: “Nada debe al lugar aquel que llama / al pecio rumbo, al encallar firmeza”), juega a la imitación o a la versión (qué impresionante y sobrecogedor, por cierto, ese “Czeslaw Milosz: El invierno”, casi al comienzo), o se lanza a ese pequeño libro dentro del libro que es “Pájaros raíces, en honor a Valente”. Poema que marca el acceso a la segunda parte en la que el lenguaje se torna envolvente, juega a circundar el sujeto innombrable de la pintura. Pero ojo: no precisa de tela imaginaria; quien quiera imaginar lo referido como algo ajeno, externo al texto, se confunde. Leerá mejor quien lo haga sabiendo esperar. No meramente ilustran: como murmullos que escuchásemos evaporarse entre la pintura y el lienzo (“Confluencia de lluvia y brasa”) y de repente lo iluminan.

Curiosamente, tan reconocible (imprevisible) como es en la parte primera, se vuelve aquí más personal, más potente también. Se diría que tantea una evolución que, alejándose incluso del propio subterfugio que la hace posible (las ilustraciones poéticas del primer “Manchas nombradas”), de voz a un universo maduro, decidido (soberbiamente logrado -a criterio del que escribe- en la sección denominada “Pasiones”), dueño de su expresión y decidido a un pensamiento que se sabe “contraste sosegado o abrazo sigiloso entre las zonas labradas y las soñadas, entre la mano oscilante y la mirada fija en ese no llegar jamás a ver el fin.”

Una declaración distante tan sólo en el tiempo, tan sólo en la serenidad, de la estética originaria, del collage cultural que, asunción finalmente del punto de vista privilegiado de una postmodernidad sin prejuicios, caracterizara al primer impulso novísimo. Distinto es que ahora la sintamos preñada de una inteligencia nueva, de una inteligencia que se defenderá de la posible acusación de frialdad apelando a Ramón: “La nieve tiene sangre azul”. Pero pensando en Ponge (sin señalar influencia, sólo pensando en él, en su modo de hacer vivir las superficies: insistiendo en ellas, buscando su lenguaje secreto), cerrando el arco de la percepción que va del magma del magma a la piedra de la piedra, de lo esencial a lo posible. Sabiendo, en suma, que mostrar es hacer.

El libro, no fácil -como ir viviendo- termina dejando al lector en vilo, huérfano de ese ritmo sobre el que la lectura le iba llevando a dónde, hacia es ese algo que antes no conocía en sí mismo y que ahora se empecina en no ocultar más su hueco. Es un ejemplo de rigor y de serenidad, dos cosas que bien se merecen un esfuerzo por nuestra parte: el de retener el resplandor de lo desacostumbrado. Visto y no visto.