Si en Autoretrato en espejo convexo la pintura (el conocido lienzo de Francesco Mazzola, Parmigianino) no era simple tema impuesto a un desarrollo poético ilustrativo, sino más bien el punto de referencia del que iban a partir una serie de reflexiones que, finalmente, se detenían en el poema mismo (la belleza, la función del artista, la representación del tiempo), aquí, en este Diagrama de flujo, John Ashbery (Rochester, N.Y., 1927) xrea un mecanismo generador de sentido, un catalizador de emociones aún más complejo, ambicioso y (por lo mismo) arriesgado. Como allí, también aquí la poesía pone, entre el objeto y su lector, una distancia en la que cabe mucho más de lo que puede caber en un comentario crítico: vuelve infinito el juego de significados. Y si allí el que escribía se situaba en lo real (“Nueva York / donde estoy ahora”) con toda claridad para recordarnos que no estábamos leyendo un homenaje, ni un correlato, ni una recreación del pasado, sino el comentario libre de quien fuera, en su día, crítico de arte del Herald Tribune de París, fascinado por la compleja metáfora propuesta por un pintor en 1530, ahora es la realidad misma, la secuencia misma de impresiones que hacen de nuestra vida una experiencia en la historia, lo que Ashbery somete a su amenazante desmenuzamiento autoreflexivo. Mira desde dentro lo que desde fuera no puede verse sino a través de la falsa coherencia de la crónica: desbarata la trampa de la cronología (mediante un monólogo interior que sitúa, además, al texto más allá de los géneros, en ese lugar donde es tan sólo eso: texto) y nos propone otra forma de contar: lenguaje.
Nos habla con vehemencia de una obsesión que no sabríamos precisar con exactitud: anhelo. Como un río que aparece y desaparece la divinidad -semejante a la vida- surca el poema, lo cose, sin significar sin embargo ninguna otra cosa que el lenguaje mismo no signifique fuera de él. Es decir: coser los fragmentos de una realidad precaria, eternamente compleja, discutible e imperfecta. Una realidad que en el habla del poeta se nos aproxima hasta hacerse terriblemente familiar; así es al menos como suena a nuestros oídos: llena de coletillas y de flecos del habla coloquial, la maquinaria verbal que Ashbery hace fluir por entre nuestra época como si de un engrudo transparente se tratase. Pero que nadie pregunte por su significado, el significado es eso que se irá quedando adherido a la experiencia del lector desde estas largas láminas de conciencia. Del mismo modo en que un gráfico sólo significará algo para quien sepa interpretar aquello que lo rodea, lo que (en su movimiento desordenado, no necesariamente lógico) ha dado pie a las suficientes coincidencias como para que alguien las atase con la misma cuerda, creyese adivinar su pertenencia a una melodía de la que (de momento) sólo percibe una sospecha de ritmo, el texto encadena aquí su ilusión de relato.
Pero un relato en el que se trenzan, a su vez, muchos hilos o hebras cuya orfandad es parte de un escenario común, de un fundamento común. Voces de nuestro tiempo que se muestran como sobre la palma del arqueólogo:
llana de la historia haya sucumbido a la lectura subjetiva de sus vidas
como prescindible, la materia de la herejía corriente, cascos de loza vulgar
interesantes sólo porque fueron desenterrados mucho después de que hubiera [llegado la hora
de …
Es el dolor del propio mito lo que finalmente Ashbery -consciente de nuestra propensión a convertirlo siempre en otra cosa «que de todas formas / probablemente nunca fue destinada a ser comprendida»- pone sobre el tapete, una apuesta que al lector no va a resultarle fácil igualar si no es capaz de disfrutar lo estimulante del juego.
Tras esa apuesta -la creación misma, en sí misma- pero garantes de ella, alcanzamos a oír hablar de nuestras pensiones o de nuestra responsabilidad en el desprogreso, de la discusión mantenida con el padre o de nuestra propia («todos fuimos alguna vez chicos listos») paternidad. Palabras que -en el contexto del libro, del muro, en el que se hunden o del que sobresalen, destacan o se camuflan- aparecen como cosas «que la ardilla puso allí, hace un buen rato»: verdades a las que, después de todo, no tenemos ningún derecho, que son tan sólo del Yo.
Pero si no hay una historia que contar, si no hay un argumento traducible, entonces la ironía está ahí para eso: nos guía: humaniza la verdad. La ironía es el gran arma del poema, su motor de ternura. Sin ella el hermetismo dejaría de ser algo vivo, penetrable. Gracias a ella, la verdad (no hay verdad si por verdad se entiende una ocasión que se ha ajustado a un hecho) seguirá siendo siempre una afirmación subversiva (aunque sólo lo sea «en los colores chillones de las alas diáfanas / de algún insecto que pasa»). Ella -la ironía- es parte inseparable de una voz que se apodera de todas las que suenan a lo largo del libro arrastrándolas a un sentimiento brutal, sencillo, compartido, compartible e inopinable:
estado policía puede que no me reconozca o, si lo hace, puede que se encoja de [hombros.
Otra afirmación que parece dormir bajo cenizas atómicas, pero que se eleva sobre el dolor del mito haciendo de su cansancio una voz -sostenida con valentía por el traductor, Alejandro Valero, y ya es bastante- que pone de manifiesto la injusticia terrible de morir como todo mortal: «¿Fue este tu agradecimiento por abrazos y caricias?». Nuestras vidas, sin duda, se someten a examen, se miden al calor de este aliento. Pero el que escribe no puede decir mucho más del que escribió (preguntarse, tal vez, por esa cierta voluntad discutible de hacer poesía desde lo belicoso del agonista, de escribir evitando lo bullicioso del público). Otra lectura es posible, también otra explicación, de tú a tú, pero ya no otro artículo. Si hubiese una lección me gustaría que fuese esta: la honestidad es una opción personal, y es de tontos pedirle cuentas.
Finalmente quedará la evidencia de un Yo: su aliento como identidad disponible, percibido por todos de diversas maneras. Aliento que cae sobre un objeto real: la propia vida vivida como enfrentamiento con la historia (de lo que no tiene culpa el sujeto, sino la época). Hasta ahí lo interpretable -siempre en riesgo- de un texto que parece mezclar recuerdos, imágenes, sueños y deseos bajo la inexorable lente de una conciencia que se autoexamina. La sensación final es la de haber sido visitados por un inusual y salutífero viento. Pero es que para Ashbery, como sin duda para el valeroso y necesariamente avezado lector de este prodigio, es en el aire, en la respiración, en su luz, en su escena donde está el verdadero lenguaje: lo demás es el ruido sordo y monótono de la tramoya.