JCS: Oye, ¿y esa lista de los grandes defectos y males de los españoles que hacen dos de los personajes… (“hipocresía, chulería, mediocridad, complejo de inferioridad, autodesprecio, silencio, cainismo”), ha cambiado mucho desde la época de estudiante de Andrés Delcampo?
JMG: Pues no mucho. Yo creo que han cambiado en el modo pero no en la esencia. En el modo de manifestarse, sí, pero sustancialmente y por lo que estamos viviendo en estos últimos años en que la democracia (que parecía bien plantada) se ha quedado, como era de esperar, con las raíces al aire y el tiesto medio roto (ya lo replantaremos y reverdeceremos, espero), los defectos se siguen manteniendo, pero ya no son apabullantemente dominantes.
JCS: Por recordarte alguno, teníamos la hipocresía que enmascaraba como mal mayor a la envidia, la chulería…
JMG: La chulería no procede de la iglesia católica mientras que la hipocresía, sí.
JCS: La mediocridad…
JMG: La mediocridad es la historia del franquismo.
JCS: Se habla también del autodesprecio y del silencio como un mal patrio. Este silencio que, imagino, es el silencio de quien no delata el abuso, por miedo.
JMG: Viene del miedo y está en el miedo durante el franquismo; pero sigue habiendo silencio en el post franquismo. O sea en la transición. Y la transición a mí me parece un asunto bien hecho; aunque lo que me parece mal es esa idea de no levantar la voz para que no se moleste nadie, porque esa es otra forma de silencio que nos ha conducido a grandes desastres.
JCS: ¿Y los males del país son los mismos?
JMG: Sustancialmente siguen existiendo aunque puedan estar tamizados. Quiero decir que son males del país porque provienen de tan antiguo que costará desprenderse de ellos. Y todos los profesionales del insulto y la difamación, toda la prensa amarilla y “el español cabreado” los mantienen como ganapán o los sufren como forma de impotencia.
…
JCS: Madrid es uno de los personajes.
JMG: Esta vez sí.
JCS: ¿Hubieras transmitido la misma experiencia de haber situado la acción por ejemplo en Barcelona, que es una ciudad, si quieres, más cosmopolita?
JMG: Yo creo que fue más cosmopolita en aquella época y ahora es más provinciana. Cuando se ha catalanizado tanto es cuando se ha vuelto más provinciana. En Barcelona hubiera sido distinto que en Madrid, de hecho era distinto. La gente que íbamos de Madrid a Barcelona, los mesetarios digamos, teníamos la sensación… no de llegar a Europa, pero sí a algo parecido a lo que era la idea de Europa que se tenía. Mientras que la meseta seguía siendo “polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga…” Y, a su vez, esto visto desde ciudades de provincia era mucho más penoso todavía, claro.
JCS: Y quizás desde Madrid se percibía más la distancia entre esas dos, casi tres, generaciones que pasan por tu novela…
JMG: Sí, porque la de Madrid era una clase media de aluvión y, aunque iban todos llegando y mezclándose de forma bastante viva. El caldo de cultivo era espeso y municipal, como se decía entonces. Ahora ya hay mucho madrileño nativo, pero antes era realmente el lugar por el que había que pasar para que te sellaran cualquier papel que necesitaras, aunque vivieras en Huelva.
JCS: En algún momento Andrés dice que fue la formación religiosa el caldo de cultivo de aquel idealismo, romántico y dogmático, de los setenta. ¿Compartes la opinión de tu protagonista?
JMG: La comparto, porque realmente aquí, en España, esta generación en concreto no es marxista de partida, no bebe del marxismo, ni se forma en él. Puede hacerse “progre” e incluso marxista, pero su sustrato es religioso. Su acercamiento a unas posiciones determinadas procede de una serie de asociaciones religiosas de avanzadilla, algo parecido a lo que es ahora toda esta iglesia que vive en el tercer mundo (Latinoamérica por ejemplo), una especie de avanzadilla “progre” pero criada a los pechos de un planteamiento religioso. Lo que pasa es que hay un momento, sobre todo cuando Andrés se entra en la universidad, en que eso se junta inmediatamente con una ideología de corte bastante marxista. Entonces no había otra cosa.
JCS: Y se entra en esta ideología con la inercia de la fe…
JMG: De hecho, en la universidad sólo existen dos asociaciones que son: la Asociación de Estudiantes Democráticos, la U.E.D., de orientación democristiana, y la F.U.D.E. (Federación Universitaria de Estudiantes), pegada al Partido Comunista. Cada una va a su aire pero ambas se mueven en la misma dirección. Quienes entran en ellas procedían de un mundo religioso de la misma manera que hubo gente que venía de la Falange (y que eran falangistas porque creían realmente en ciertas zonas de igualitarismo utópico típicas del pensamiento fascista) y que al venirse ésta abajo se movió inmediatamente en otra dirección; pero ese primer ímpetu es de orden religioso y llega, por ejemplo, de instituciones cristiana de base, de toda una serie de movimientos obreros procedentes de la ideología en torno a la iglesia del Pozo del tío Raimundo, del padre Llanos y de toda esta gente; de la iglesia pobre, por así decirlo.
(Interrumpo mis anotaciones porque al hilo de la charla, me viene a la cabeza otra frase de la novela que no me puedo resistir a dejar caer entre las copas, las avellanas del aperitivo y el cenicero repleto de tabaco negro consumido por Suñén. “No se pasa gratuitamente de la iglesia al partido –dice mordaz, Andrés”. Le pregunto a Guelbenzu ¿Cuál es el precio de este paso?)
JMG: El precio es durísimo, porque la iglesia ya es dura de por sí, pero el partido otro tanto. Una de las cosas que se decía entonces de la gente que lo había dado era que tenía dos traumas: primero se salieron del seminario y luego se salieron del partido, y eso no se supera.
…
JCS: La novela selecciona muy bien la franja de realidad que fortalece su consistencia, pero no justifica su tesis, si la tuviera…
JMG: Hay quien ha dicho que es una novela de ideas y eso estaría más cerca de la verdad que hablar de una novela de tesis. “De tesis” no es porque para eso tiene que haber una y aquí no la hay. Quizás, hablando del amor, se podría pensar que se está planteando una, pero tampoco sería explícita.
JCS: ¿Has escrito la novela de la transición?
JMG: No era mi intención. Es más, me ha dado cierto pudor a mí mismo pensarlo. De todas formas, me guste o no, algo de eso hay.
JCS: De hecho, la única gran novela española que citas es El gran momento de Mary Tribune [Barral 1972]. ¿Es intencionado? quiero decir que tú empiezas prácticamente donde lo deja García Hortelano…
JMG: Pues en cierto modo sí, porque Juan García Hortelano [1928 – 1992] arranca justo antes. Es decir, cuando mis personajes empiezan a desarrollarse, allá por los sesenta…
JCS: … los de Hortelano están ya retirados entonces, y bebiendo “sólo” a partir de las siete de la tarde…
JMG: Exacto. Entonces estos ya habían entrado en materia y esos estaban tocados sin solución por un mundo que los había aplastado.
JCS: El ser humano, y parece que esto sí lo podemos enunciar como tesis general, sufre antes o después lo que la novela llama “crisis de contingencia”.
JMG: Sí, es una de las crisis clásicas. Son: la de identidad, la de contingencia y la de senectud. Las tres grandes dibujadas por los psicólogos.
JCS: Precisamente yo estoy teniendo las tres a la vez. ¿Son también crisis sociales?
JMG: Pues es muy posible, sí. No me lo he planteado así; mis personajes sufren una crisis de contingencia de orden personal, en cualquier caso. Recuerdo un acto en Barcelona sobre esta novela donde se dijeron dos cosas con las que estoy muy de acuerdo. Primero, que era una novela de degeneración y salvación. Y por otro lado, que los personajes eran seres que en la primera parte de su vida habían buscado el poder para poder cambiar, y en la segunda, después de haber conseguido instalarse, habían descubierto que no tenían el poder. Esa mirada sobre la novela me ha parecido muy inteligente, porque explica el tono agridulce último de la novela.
JCS: Hay algo en Andrés Delcampo con lo que yo simpatizo, quizás porque también soy de ese tipo de personas. Se siente culpable permanentemente: por su propia actitud, frente al poder y al éxito, pero también ante la paternidad, el trabajo… A veces, y con todo lo que pueda parecer que se perdona a sí mismo, da la sensación de que se culpa en exceso por cuanto ocurre. Y tengo la impresión de que ese rasgo de soledad, esa separación con respecto a la vida real como argumento, es un rasgo moderno del personaje, un producto de la modernidad. Me refiero a la pérdida de anclajes, a la pérdida de unión con la vida, con el pasado…
JMG: Totalmente de acuerdo contigo. En ese sentido hay un claro contraste entre el personaje de su mujer, Clara, y él, porque ella tiene un punto, no más positivo sino de mejor ánimo.
JCS: ¿Es una ventaja ser mujer… frente al devenir?
JMG: Sí, porque la mujer es mucho más terrena. Quiero decir que, como dadora de vida, la agarradera que tiene sobre lo terreno, no otra cosa, es mucho más fuerte que la que tiene un hombre, que es más especulativo y menos práctico. Fíjate otra vez en que los nombres en la novela no están elegidos al azar. Él se apellida Delcampo, estamos hablando de tierra pero no como esencia sino como posesión, y ella se apellida Zubia: una zubia es una formación de agua que alimenta la tierra. Es decir que hasta en la elección de los apellidos hay un simbolismo enorme que me servía casi como un mojón, una idea o leitmotiv para no olvidar lo que representaban. Y él está, de hecho, sí, bastante más perdido. Ninguno de los dos tiene una vocación en especial, pero él está mucho más perdido en su trabajo que ella en el suyo; él no acaba de saber nunca lo que quiere.