Juan Abeleira es uno de esos traductores cuyo interés va más allá del propio del oficio. Quiero decir que su trayectoria es no sólo buena, sino de agradecer, porque se va ocupando de poner a nuestra disposición obras cuya publicación rara vez es iniciativa real del editor. Ahora se atreve con un poeta doblemente maldito: Jean-Joseph Rabearivelo, un malgache francófono nacido hacia 1901 o 1903 que, tras contribuir más que notablemente a la fundación de la literatura contemporánea de su país, engrosó la lista de poetas suicidas el 22 de junio de 1937 ingiriendo diez gramos de cianuro.
¿Nos perdíamos algo sin Rabearivelo? Nos perdíamos un poeta verdadero y capaz de definir un estilo que es deudor a partes iguales de la tradición autóctona más antigua y de las más modernas propuestas europeas. Rabearivelo comparte con su pueblo el sentimiento típico de las culturas orales frente al libro: palabras encerradas, palabras encarceladas en un silencio a todas luces antinatural si no se vuelven “canto interior”, casi oración, “cantos en busca de palabras / para poblar el silencio del libro”; si no le exigen al lector su proclama. Escribe para ser dicho, y encuentra el aliado de esa inmediatez en la cultura francesa, en la poesía de su época y sólo a medias de su mundo. Es un pacto mucho más natural de lo que muchos creen: surrealismo y tradición. Al fin y al cabo la vuelta a modelos tribales refuerza el protagonismo de lo in consciente en un momento en el que la Alta Cultura, el elaborado mensaje aquiescente con el poder, es sospechoso de perpetuar ideas que van más allá de la pura estética para asentarse en un colaboracionismo político no por inadvertido o ingenuo menos inmovilista.
Así que Rabearivelo es un Rimbaud (aunque autodidacta) que a su vez (como es sabido) era un otro. Desde ese lugar esquivo habla la autoridad (la buena y difícil, no la doblada y diaria) de la voz humana, la más auténtica, la única merecedora del nombre y la única suficiente y capaz para explorar los bosques del corazón y de los sueños:
palabras para el canto, para designar
el frágil eco del canto interior
que se amplifica y resuena
intentando hechizar el silencio del libro
y las landas de la memoria, o las riberas desiertas de los labios
y la angustia de los corazones.
Un Rimbaud: se ve a sí mismo como un príncipe del exceso, pero no en aras del exceso mismo, ni de una “vida breve” (como la tuvo) sino del conocer, de la experiencia al filo de su propio aguante, a costa de lo que sea (y es también autor teatral, y novelista). Al príncipe, como es habitual, le va a vencer el hombre sometido a la misma injusticia que le hizo cantar. Un poeta, por eso, instalado en la juventud como único lugar verdaderamente heredero del pasado:
que se ofrece a ti
en el lapso de un guiño
y que es hija de los viejos mundos sucesivos.
Sólo la perturbación es eterna, el conservadurismo es siempre nuevo, advenedizo, interesado y pusilánime.
En este libro se reúnen dos: Casi sueños, una investigación del pensamiento moderno en las viejas canciones tradicionales, y Traducido de la noche, una larga y no siempre bien concretada (aunque hermosa en su prolijidad) reflexión en torno a eso que somos a nuestro pesar y para nuestro bien.
El tambor de madera puede decirnos: a nosotros: hombre blancos, cultos, europeos. El tambor de madera nos dice mejor de lo que nosotros hemos sabido decir a los otros: o existe esa comunicación universal, esa cadena superior, o lo que no existe es la poesía.
A esa cadena se ató Rabearivelo, con menos fortuna que acierto, para influir después en otros poetas mayores de su entorno y en algunos más alejados desde su propia poesía, pero también desde su sorprendente actividad de traductor (Baudelaire, Rimbaud, Laforgue, Rilke, Whitman, Góngora). Ahora podemos leerlo en español gracias al es fuerzo de alguien que ama su trabajo, lo que debe ser agradecido.