Decía Cummings que si uno quiere realmente escribir poemas debe, ante todo, “olvidar completamente castigos y premios, y recordar sólo una cosa”: que es uno mismo quien determina su suerte y decide su destino. He recordado esta cita, que nos llevará de inmediato a pensar una verdadera biografía de poeta en términos casi coreográficos, tras la lectura, continuada, ininterrumpida, de toda la poesía de Jean Arthur Rimbaud (1854-1891), uno de los poetas que más han contribuido a la formación de una mitología en torno al oficio de la creación que, no pocas veces, ha llegado a empañar su lectura e incluso a impedir un verdadero proceder crítico ante sus textos.
Y así lo señala, en un prólogo que se cuenta entre las más inteligentes observaciones sobre el poeta que he leído en mucho tiempo, el poeta y crítico Miguel Casado, que sabe (quiere) sin embargo sustraerse a ese efecto (legítimo si privado) sin olvidar que el mito es ya, en cuanto sobradamente asumido por el lector, parte de la lectura, pero peligroso a la hora de abordar seriamente las tradiciones y los proyectos que dibujan los límites de cualquier construcción literaria. De ese modo puede proponernos una aproximación más conscientemente actual, más madura y no por ello menos entusiasta que otras, sin detenerse ante un fulgor que ha deslumbrado a muchos. Que la edición sea bilingüe (y hay que señalar que los traductores son, ni más ni menos, Aníbal Núñez, Cintio Vitier, Gabriel Celaya -los tres por cortesía de Visor Libros- y el propio Miguel Casado) y que la encuadernación (un libro al fin y al cabo es un objeto) sea tan sólida y manejable como el contenido requiere, han contribuido no poco (todo hay que decirlo) a esa lectura de un tirón a la que aludí más arriba y con la que, seguramente, quedaré en deuda una larga temporada.
El volumen carece en general de notas (la excepción es la de alguno de los poemas traducidos en su día por Aníbal Núñez). Es un criterio. Lo cierto es que no se echan de menos gracias a la orientación que, para el lector actual, supone su prólogo. Otras ediciones (pienso en la de Una temporada en el infierno e Iluminaciones, en Montesinos, de 1990) pecaban de un exceso interpretativo que, aunque comprensible, terminaba por hacerse incómodo.
No son pocos los poetas y lectores que han comenzado su aventura leyendo a Rimbaud, como no son pocos los que la han malogrado del mismo modo. Ciertas alturas del compromiso poseen esa cualidad: nos obligan a un estado de alerta (o a uno de inocencia, tanto me da) que queda lejos del mundo en el que fuimos formados. También lo advierte Casado al hablar de la voluntad de ruptura, incluso de inversión, de la palabra de Rimbaud. Pero como en aquel verso de Saint-John Perse, salvarán el escollo quienes se hayan provisto de “… un gran sombrero cuya ala seducimos…” Perdón, es una imagen fácil de ver, pero que debo explicar: aquí seducir vale por doblar. Etimológicamente, en su acepción primera, seducir no es, recordémoslo, otra cosa que “conducir fuera del camino”. Y si el mejor poema es aquel que (cuestionando a nuestro guía, sea el que sea) sabe llevarnos fuera del camino (de la comunicación establecida, del lenguaje de uso y aún de lo que creíamos saber) trillado, Rimbaud es a buen seguro el padre de nuestro siempre extraviado siglo XX. Absténgase, por tanto, quien no vaya, convenientemente dispuesto a rasgarse la ropa entre los zarzales.
Toda la poesía reunida en estas páginas responde a ese imperativo de seducción. Una seducción que, en el polo opuesto a la seducción cristiana (que también pretendía originalmente “sacar fuera del camino”, a los paganos) hace gala de una capacidad morbosa no menos potente. Es una de las preocupaciones de Rimbaud, como la otra es él mismo justo antes de ser él mismo “otro”. Justo antes de encontrar, tras determinar su suerte y encontrar su destino, la voz de quien se observa entre la carroña como a un objeto, de quien se ve venir desde un destino que, al mismo tiempo, se recuerda y se anuncia. Eterno adolescente (conflicto), Rimbaud sabe hacer de eso una forma de crítica a prueba de tentaciones (como Jesús, por cierto, más listo que las infinitas salmodias a las que diera lugar, incluida la patologización del genio, del mártir, del Cristo), pues antes de ser ha sido, antes de obrar ha obrado: es todo cuanto le precede y todo cuanto le sigue. Y sólo su mirada, implacable, irónica y emblemática permanece percibiendo suya ante la deriva de una identidad que tiene mucho de programa, de voluntad del “otros”. Así:
el odio del Forzado, el clamor del Maldito;
y sus rayos de amor flagelarán las Hembras.
Brincarán sus estrofas: ¡Mirad, mirad, bandidos!
Basta leer esta estrofa, las palabras que en ella aparecen escritas en mayúscula, para entender una ecuación vital que no puede existir de un modo diferente en la poesía y en la vida. Las palabras que aparecen con mayúscula inicial se oponen a un genérico “bandidos” que nace antes de la santa irritación del hombre que se esfuerza por ver el mundo como es, que de la exaltación verbal del loco que se cree agraviado por la ignorancia. La diferencia es que el loco ya no se siente una parte, ha dejado de vigilarse, de criticarse a sí mismo (culpa al genio): nunca Rimbaud (que conoce/vindica la competencia del vicio, su voz librada); el Infame, el Forzado, el Maldito, el Hembra Rimbaud. Baudelaire dijo (escribió en una carta): “Un hombre debe estar profundamente hundido para considerarse feliz”. Mientras resista, mientras se tenga en pie, el mundo debe ser toda su preocupación, toda su irritación, y entonces… Entonces el poeta Rimbaud enmudece (a los diecinueve años) para que el hombre intente (durante otros dieciocho) una vida igualmente heterodoxa, recorra (ahora paso a paso) lo que el otro sabía.
Pero no hay que engañarse, lo que late tras eso es una adolescencia de raíz más penetrante que la de cualquier veterano actual (cúlpese a una inteligente formación humanista, también a un parentesco más vivo con el contexto), una adolescencia que se esgrime como forma de amor, madura para la muerte, contra la realidad como forma de vida; y que sólo se abandona para fracasar, como expiación, en la más alejada de las realidades disponibles: Abisinia. Pero una adolescencia que, en el lenguaje, renovará la lengua francesa (los críticos dicen eso como si no tuviese que ver con lo vivido) y con ella los modos de percibir/nos. No estuvo solo Rimbaud en esta apuesta (dicho sea desde aquí), pero fue su chispa (la soledad de su genio) la que prendió la mecha, después, de una deslumbrante cantidad de lámparas.
Demonizado (por Darwin, por Freud) el primitivismo (“acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu”), infantilizada (por tanta crítica dogmática) la ruptura hacia formas privadas de la expresión poética (“Nada de cánticos: sostener el paso ganado”), inmoralizada la ética fronteriza por la astucia cliente del ingenuo realismo de los esclavos (“La moral es la debilidad del cerebro”), no puede ya leerse a Rimbaud y creer que no modificará nuestra percepción del discurrir de las cosas. Rimbaud tiene lugar en lo social: es texto. Y tiene lugar fuera de lo social, es perturbación. Pero estamos, me temo, condenados a leerlo en silencio, pues no se sale impune de su lectura ni, lo que es peor, de la lectura de sus lectores.
Poesía, desde él, no es ya entretener, ni divertir, ni ser útil. No es transparencia ante lo sabido. Es, con él, la seducción de la claridad (que viene siempre de dentro, como la lucha), salir fuera de casa bajo el fragor de palabras privadas e impresentables, crear mundo a escondidas, perseguir un amor más vigoroso que la muerte, dar alcance a una muerte más dúctil que el amor. Imponerle a este mundo (secretamente, clandestinamente) tantos mundos como sentidos y dormir luego (de día) reclamándole al sueño una casa de todos en el centro del caos.
Poner casa, por fin, en la tormenta, donde “el suplicio es seguro”, antes que “en la pequeña muerta detrás de los rosales” en que hemos convertido la verdad. Ser vigilando el tiempo que el cuerpo aguante, tomar cada desdicha como si fuera propia: una elección (eso que ya nadie soporta). Ser vigilante hasta encontrar, de nuevo, un proceder del mundo en las palabras vacantes, una forma de coherencia que pueda ser, ante todo, la nuestra (la de uno): sabedora de que no se siente nada si no se dice, de que todo lo que se nos ha robado se nos ha robado en el lenguaje y que es en el lenguaje donde hay que rescatarlo. Aunque el rescate, como se sabe, termine siempre fijado por el buen déspota.
ABC Cultural. 14 de enero de 1999