Hilda Doolittle nació el 10 de agosto de 1886 en Bethlehem, Pennsylvania. Tras cursar parte de sus estudios en Filadelfia se trasladó a Londres en 1913. Sus primeros poemas se habían publicado en Chicago, en Poetry: A Magazine of Verse, en 1908. También allí se pudieron leer poemas de Ezra Pound. El gigante, el genio –con quien mantuvo una breve relación sentimental– no perdonaría el talento de Doolittle. El pseudónimo (o mejor el pseudo-pseudónimo) con el que más tarde firmaría sus obras fue un invento-impostura del autor de los Cantos: “H. D. imaginist”. Aunque el verdadero impulsor del término fuese Richard Aldington, pronto marido de Hilda. La aventura imaginista no duró demasiado (Pound abandonó aquellos presupuestos para centrarse en su recién hallado “vorticismo”, ¿más viril?; Doolittle no era amiga de esa clase de etiquetas que se convierten en muros).
El primer uso de la palabra “Imaginista” se produjo –dice Pound– en mi nota a cinco poemas de T. H. Hulme. Que quede claro. Más adelante define el movimiento:
Doolittle no abandona eso, que le permite de hecho desprenderse del anquilosado discurso masculino, abandona el “imaginismo”, abandona una definición en busca de temas y aproximaciones míticos y psicológicos que den salida a una dicción emotiva y rebelde. Hasta que en Los muros no se hunden (1944) opta por dejar todas las ataduras vanguardistas (no la vanguardia, implícita en su visión hasta la última línea de su escritura, sino una envoltura que debió parecerle tan pegajosa como la de un caramelo). Finalizada la I Guerra Mundial (y roto ya su matrimonio anterior) se unió al novelista Bryher (Winifred Ellerman). Su relación con los hombres es parte de su ejercicio de independencia. H. D. busca un discurso propio que permita dar cuenta del mundo, hablar a otros, amar y ser amada. La mujer del pirata, Asphodel y Ella son títulos de obras en prosa que incluyen referencias lésbicas.
Todo lenguaje poético es un lenguaje de exploración. Desde que se comenzó a escribir mal, los escritores han utilizado las imágenes como “ornamentos”. El punto del Imagisme es que no usa las imágenes como “ornamentos”. La imagen es por sí misma la frase. La palabra es la imagen más allá del lenguaje formulado… El poema es una “imagen”, es una forma de superposición, esto es, una idea puesta encima de la otra… (Pound).
La Hilda Doolittle de este libro, Jardín junto al mar, primero de los suyos traducido al castellano, parece responder a este afán autodefinitorio, a esta manía por encubrir el sentido (lo sentido) bajo un manto de palabras-teja:
de lo lejos que están los aleros de tu casa,
cuán lejos tuve que andar?
Pero responde sin negar lo que de cierto tienen, la validez que subyace. Es joven aún (1916) y sin embargo de una seguridad ya pasmosa. La escritura le pertenece y nadie podrá borrarla contra el adhesivo de ninguna etiqueta:
que el que las larvas sigan dormidas en sus alveolos?
Libro extraño y hermoso cuya fuerza radica en la presencia de su discurso. No canta a ninguna lírica, es lírica, no echa de menos ninguna épica, es la épica: el derecho al propio discurso es el discurso. Nueva épica y responsabilidad femenina ante el mundo:
por el espíritu, no por fantasmas, oh, mi amor…
Más adelante estaría en el centro de la aventura literaria del siglo XX, aunque lejos de sus santuarios, tabernas sagradas y errores. Demasiado sensible, exactamente inteligente, buscando sin cerrar los ojos, como quien sabe que encontrar es detener, no detenerse:
granito y mineral en las rocas;
una cinta se clava en tu frente
con sus pesadas trenzas doradas.
Entre sus demás libros de poesía –Heliodora y otros poemas (1924), Ofréceme vivir (1960) o Elena en Egipto (1961)– hay versos mejores que éstos, al menos tan vivificantes. Y sería de desear que el ejemplo de esta traducción, elegante, convincente, de Alison Bartolo y Alfredo Martínez, sirviese para que algunos viesen al fin la luz en castellano. Queda también pendiente su trabajo como prosista: Palimpsesto (1926), Hedylus (1928) o esa singular biografía del grande, del irascible que, a juzgar por el poema que le dedica («Y así ella sueña el alma / de las cosas, mientras me olvida, pues lo que tiene / no es para el hombre ciego y ducho en filosofías que fui»), no se enteró del todo: Fui a un tormento (1958). Tras su muerte en Zúrich, Suiza, en 1961, no pocos poetas han reconocido su deuda con H.D.
ABC Cultural. 18 de agosto de 2001