Se ha dicho hasta la saciedad que no puede adoptarse ante un poema traducido la misma actitud que ante el original. Pero en esta ocasión se dan dos circunstancias que hacen que podamos decir que prácticamente nos encontramos leyendo el mismo poema. Por un lado, la relativa semejanza de prosodias y ritmos del italiano y el español, por otro, la mas importante de que el traductor de estos dos excelentes libros de Giuseppe Ungaretti (Alejandría, 1888-Milán, 1970), reunidos en un solo y sólido volumen (bilingüe además), sea a la vez que un experto conocedor de ambos idiomas, un poeta de indiscutible maestría: Tomás Segovia.
Había que decirlo, ya que lo primero que advierte el lector es eso: que el traductor sabe bien lo que se trae entre manos, que sabe versificar y que ni le pasan desapercibidas las sutilezas métricas o semánticas del original, ni deja de encontrar nunca entre sus propios recursos técnicos una versión óptima. No hay que olvidar que, después de todo, Ungaretti (él mismo un destacado traductor) no es un poeta nada fácil.
Su poesía se forja entre una ventana al desierto en la Alejandría de su niñez (donde el padre trabajaba en las obras del Canal de Suez) y la presencia casi constante de una madre tan enérgica como religiosa (una ama sudanesa y una anciana croata contadora de cuentos, además). Los relatos y los paisajes de entonces configuran el espacio anímico sobre el que el joven Ungaretti, a pesar de su no poco azarosa vida, alimentará una nostalgia («De otros diluvios oigo la paloma»), que no le abandonará nunca del todo, y sobre la que se irán definiendo –en cada nueva ciudad, con cada nueva alegría o dolor: su descubrimiento de Roma, el horror de la guerra o la muerte de su hijo en Brasil– las obsesiones de una poesía marcada, sobre todo, por el anhelo de una transparencia, de un despojamiento, que finalmente permita al hombre dar cuenta tanto de «los murciélagos de las ruinas del teatro» como de la luminosa mañana que «de pronto abre a los golfos / la gran dulzura de sus ojos».
Pero he dicho antes que Ungaretti no era un poeta fácil (de traducir, pero tampoco de leer) y no querría ser mal interpretado. El padre del «hermetismo» italiano no era realmente un poeta hermético, sino un escritor embarcado en el empeño de desnudar su lengua de cualquier estorbo en el camino de no ocultar la realidad tras el relato, el sentimiento tras la gramática. Y encontrar un lenguaje capaz de responder a las/sus propias contradicciones –sin rebajarse a una descripción del mundo que pueda manejar– es una aventura que implica no sólo al poeta, sino al lector mismo, que deberá complicarse en ella como quien, de nuevo, aprende a leer. Aventura que encuentra una de sus resoluciones más logradas precisamente en Sentimiento del tiempo, un libro diáfano en su resistencia, a la vez ceñido y barroco. ¿Contradicciones? No. El volumen se cierra (y es otra de las cosas que hay que agradecer a Tomás Segovia, responsable de la edición) con las notas de autor incluidas por Ungaretti en sus poesías completas de 1969, editadas por Mondadori; allí explica la paradoja (aparente) de esta mezcla de conceptos al hablar de su deslumbramiento romano, que finalmente le «capacitó para sentir todas las tensiones, todas las diferencias». «El barroco», dice, «es algo que ha saltado por los aires, que se ha despedazado en mil pedazos: es una cosa nueva, rehecha con aquellos pedazos, que vuelve a encontrar una integridad, lo verdadero». El verso encuentra aciertos soberbios desde la asunción de esa idea que es, también, la expresión de un sentimiento muy cercano al de una Europa desolada y frustrada por la guerra, pero que lucha por reencontrarse a si misma. El mito funciona entonces como un anclaje, vuelve ante la imposibilidad de asirse a una realidad que, simplemente, se quebrará ante nuestra presión. Y el mito, simplemente, esta ahí: «Viviendo en el Lacio», dice Ungaretti en las notas mencionadas, «¿cómo podrían no hacérseme familiares los mitos…?» De hecho se hacen presentes en la primera parte del libro, hasta que se revelarán incapaces de llevar adelante ellos solos, los planes del poeta: reflejarlo todo. La crisis, por ejemplo, y más aún la crisis religiosa, debe hablar siempre por sí misma: el hombre siente la gran pregunta de su estar en el mundo y no encuentra respuestas, tan sólo otro hombre que «pasa con su espanto callado». En este ambiente la naturaleza se muestra al poeta que la reconoce en sus propias emociones como en una lejanía (un pasado) que lo enmarca. Y a veces nos abisma en esa reflexión:
reaparece
en el hecho de una mano…
Se identifica con esa reflexión como se busca en lo otro, lo distinto (esa zona del libro titulada «Leyendas»). Y nada le es ajeno: ni el amor, ni la muerte, ni esa misma alegre culpa (otra imagen barroca) de quien disfruta de lo eterno entre los escombros, de quien no deja de pedirle al tiempo que no le quite de día la vida de sus noches.
Pero si Sentimiento del tiempo es tensión, La tierra prometida es arquitectura. Se diría que el poeta, a sabiendas de haber logrado su primer propósito, se hubiese decidido ahora a medirlo con la lengua literaria más clásica, a demostrar la validez de su violencia en el frente de la tradición. Con lo que lo barroco, por cierto (leer a Ungaretti a la luz de Ungaretti como quien lee a Góngora a la luz de Mallarmé), estaría de nuevo servido. Arquitectura he dicho, entendida como el arte de la ingeniería, pero al servicio de una construcción babélica, de una empresa cuya resolución apunta más allá de todo plazo: ingeniería de la ruina.
También este libro está surcado de una preocupación religiosa que nunca le fue ajena al poeta, pero sobre todo se palpa en sus páginas el deseo de una madurez real, lejos ya el joven que apremiase al tiempo a besarle los labios (y al que la vida no ha dejado, después de todo, más que «migajas de recuerdos»); pero una madurez que es también una madurez trascendente, ideal, proyección de esa nostalgia de una infancia sin velos. Una aspiración que, para salvar la coherencia con Sentimiento del tiempo, diría que no es otra cosa que la aurora debida a la noche del poema Silencio estrellado:
se mueven ya tan sólo
desde los nidos.
Una visión que el hombre se empecina en alejar en un olvido del hombre (un olvido «que no sabrá dejar de crecer nunca») que ninguna arqueología puede contradecir, pero que unos ojos más fuertes, más serenos y sabios, sabrán sin duda señalar en un gesto poético típicamente ungarettiano: «Que de escombros tan sólo esta hecho el todo». Ahí apunta el libro, fuera del margen de la página escrita. Y de ahí que algún crítico menos atento de lo que debiera, o simplemente todo lo que su perspectiva se lo permitía, encontrase estos poemas herméticos o retóricos, como si hubiese que desentrañarlos uno a uno, ponerlos bajo la lupa del investigador en espera de que declaren su utilidad y su cronología antes que su verdad. Nada menos cierto, pues el fragmento no es aquí la parte de un todo que se perdió, sino el signo de un todo en el que se perderá cualquiera que se obstine en distinguir una figura sólida y estática que poder dibujar en su cuaderno de campo. Algo que me hace pensar en aquel apunte de Robert Musil para un posible final de El hombre sin atributos: «No entendían nada de este nuevo mundo, y todo era como palabras en un poema».
ABC Cultural. 24 de septiembre de 1998