Francisco Pino (Valladolid, 1910-2002) pasó de ser un autor conocido sólo por unos pocos pero fieles lectores, a ser mayoritariamente considerado como un maestro en los últimos diez años de su vida. La aparición de su obra completa, en 1990, nos permitió en su día comprender y reconocer una de las trayectorias poéticas más coherentes de nuestras letras. Seis volúmenes (reunidos, editados, prologados y anotados por Antonio Piedra) ofrecían una de las lecturas más estimulantes que el lector podía esperar por entonces. Curiosamente, aquel despliegue de riesgo, imaginación y sensibilidad (irreverente, provocador y moderno) provenía de la mano de un hombre que cumplía por entonces ochenta años. Dos años más tarde aún nos sorprendía con ¿Y por qué?, un libro que deberá esperar a una segunda edición de aquellas obras completas (como también este Pasaje de la muerte niña) para completar un conjunto que es reflejo de una de las más sorprendentes y transgresoras inteligencias lingüísticas de nuestro siglo.
Pasaje de la muerte niña es un libro de belleza salvaje, directa y definitivamente emocional. Una patulea donde las palabras (organizándose en preguntas: condición exigida a cada secuencia de sentido de este libro) marchan tras una obsesión única aunque lo suficientemente ambigua como para aceptar la presencia de lectores en desacuerdo.
Ya en la primera página Pino nos coloca ante una duda múltiple y ominosa:
¿Estoy cerca de ti?
¿lo fuiste?
Quizás, en efecto, cada ser humano contenga al menos dos mujeres:
¿Una?
¿la muerte niña? ¿y otra la virgen
que dejara de serlo?
Y puede que la vida sea admitir que, de cuando en cuando, cada una nos empujará amorosamente a los brazos de la otra.
Una patulea, digo, donde la ciudad y las ciudades, la humanidad (y las humanidades), el amor y la muerte despliegan su recuerdo de las palabras ante una conciencia que lee y selecciona, que calla todo aquello que -porque sólo anécdota, historia, pura crónica- no ha lugar, pero dice sonoramente imágenes, objetos, sobras, a sabiendas de que (hasta donde se puede aquí saber algo, pues los signos de interrogación, insistiendo sin ceder, sin tregua a lo largo de todo el poema, no nos permiten certeza ni descanso ni, menos aún, la huida)
perdona todo porque
no sabe lo que dice?
¿oh númenes? ¿oh corta céspedes?
Pero es este un libro que se comprende movido por un miedo y un deseo que son la misma cosa:
¿en espera del abridor de cartas?
Eso que parece crecer desde un objeto –tan antiguo e ingenuo como desconocido– en esa realidad que hemos absorbido ¿cómo paño de camarero? pero que ¿hemos tenido?: «muerte niña». Esa incerteza última, esa perplejidad final (y señora) que (tanto al creyente como al ateo) nos deja con un ¡qué cosa Dios, qué cosa! en los labios nada distinto de aquel no «saber a dónde vamos ni de dónde venimos» de Rubén Darío. Zona franca y oscura donde Francisco Pino es el verdadero maestro alternativo de una buena parte de las generaciones más jóvenes. Lo dijo César Vallejo: «El poema… debe ser concebido y trabajado con simples palabras sueltas, allegadas y ordenadas artística mente, según los movimientos emotivos del poeta». Lo demás es marear la perdiz, incluso (como es el caso) cuando esas palabras sirven antes a un discurso que a un mensaje.
Y a ello hay que sumar la fascinación, la gigantesca piedad que pone Pino en todo lo que toca y que (tras la violenta ruptura de esa sintaxis timorata y dejada de la comunicación) finalmente, nos va a tomar del brazo hasta el mismísimo borde del conocimiento: comunión.
Todo confluye aquí, en esta muerte niña que es la vida mientras dura, ya se diga de tierra, de libro, de sexo… Solísima.
La edición añade además un puñado de reproducciones (originalmente en color, parte del libro, texto, aunque económicamente reproducidas en blanco y negro) de la mano del Pino pintor, siempre indistinguible del poeta. No creo exagerar si digo que se trata del libro más luminoso que he leído en mucho tiempo, ni fácil ni solemne: denso, irónico, pertinente e inspirador. Una lección en toda regla.