El estadounidense Edward Estlin Cummings (14 de octubre de 1894 – 3 de septiembre de 1962) no es un poeta demasiado leído en nuestro país y puede culparse de ello al hecho de que su poesía (al menos una parte de ella, la que le hizo más famoso) claramente vanguardista, puede volverse del todo irracional con el cambio de idioma, pero también a esa absurda idea de que la poesía sólo lo es si puede ser traducida a su resumen que, desde hace décadas, viene vendiendo la tendencia dominante a los interesados. Los juegos de palabras, sus distorsiones sintácticas, su puntuación de repente arbitraria, su utilización de la jerga y del neologismo, sus metros y ritmos o las artimañas y técnicas casi crucigramáticas de las que se vale (y que convierten una interiorización exitosa de algunos de sus poemas en todo un logro que hará las delicias del lector) difícilmente atraviesan la barrera de la traducción. Aún así es un autor cuyo alegre individualismo, cuyo radicalismo optimista (solidario), ha seducido ya a varias generaciones.
No es imposible, entonces, que más de uno de sus ocasionales lectores ignoren del todo que escribió una novela. Una novela que podría tildarse de cuaderno de memorias, pero que es una novela por obra y gracia de la actitud de un narrador decidido a que cualquier información sobre él no sea más que el producto del efecto que su mirada ejerce sobre nosotros, una mirada de pintor (Cummings lo era) o más que eso: una mirada de retratista que ilumina lo que ve, y cuya luz (por más que en ocasiones pudiese parecernos, muy equivocadamente, condescendiente o escapista) delata un conocimiento del otro cuya rara ternura resulta casi revolucionaria.
La habitación enorme (1922) es el relato del encierro sufrido por el propio Cummings durante la Primera Guerra Mundial, en Francia, donde servía como conductor de ambulancias. Una perversa, o al menos excesivamente celosa interpretación de ciertos comentarios dio con sus huesos en un campo de confinamiento, no exactamente una cárcel o un campo de concentración, sino una especie de limbo (o, mejor, purgatorio) en el que pasaría tres meses.
Sirviéndose de The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan a modo de borroso (e irónico) esquema mental, Cummings nos relatará la experiencia pura, es decir: no nos narrará qué le ocurrió a Cummings en el interior de una cárcel en la que hombres y mujeres (obviamente separados) se verán obligados a una espera cruel y absurda, sometidos a una autoridad embotada en su propia estupidez, sino qué le ocurre a la libertad en los hombres y las mujeres que se ven privados de ella, cómo el encierro se vuelve, por un tiempo, mundo y cifra de cuanto realmente somos. Y para ello, y sirviéndose de una prosa viva hasta la urgencia, a la que nada de este mundo le es ajeno (y que usará profusamente el idioma francés, lo que por cierto no dificulta en absoluto la lectura, y ocasionalmente otros desde el alemán al español) y de una exactitud tan sincera y directa como, en realidad, cuidadosamente elaborada, irá entrelazando retratos e historias en torno a un puñado de personajes que el lector tardará en olvidar. He mencionado el optimismo del poeta: esta es su génesis.
Hay que decir que es su falta de pretensión (aún siendo, como es un verdadero canto a la dignidad) lo que confiere a La habitación enorme su cualidad de obra maestra y que su dificultad es sólo aparente. En realidad es un libro que nos atrapa muy pronto y que no pierde su interés en ningún momento. Su dramatismo, como su humor (que es mucho) se sustenta sobre las pequeñas cosas que trascienden los grandes acontecimientos, pues el dolor no llega hasta que llega a la herida (propia o ajena), es siempre concreto, cercano y probatorio. Y la injusticia de la guerra no es su asunto; la guerra es sólo el fondo sobre el que proyectar la verdadera esencia del ser humano, trazar el arco completo de su fascinante complejidad. Tras el más noble sacrificio, tras la más inicua maldad o el absurdo equilibrismo de la apariencia, Cummings busca y encuentra al ser humano: su forma de convivir con el tamaño de su circunstancia.
La edición se acompaña de un glosario de términos en francés y en otros idiomas que ya figuraba en la edición original, y que, cómo he dicho, no es en realidad necesario más allá de la pura curiosidad, y de algunos dibujos (bocetos) que ilustran sin estorbar, que de hecho contribuyen no poco a reforzar una complicidad que hace de La habitación enorme uno de esos libros a los que a uno no le importa volver. ¡Hay que volver!
Y el pretexto está servido: este año (2012) se cumple el cincuentenario de su muerte. Quizás, aprovechando la circunstancia, podría algún editor atreverse a publicar ciertos diarios de un viaje a Rusia que constituyen la otra incursión de Cummings en la narrativa y cuya traducción al castellano no me consta. Lo que me consta es esto: La habitación enorme es uno de los relatos más deliciosos, entretenidos, arriesgados, penetrantes e inteligentes del siglo XX. Queda dicho.