César Vallejo

Ha triunfado otro ay


– 
– Selección y prólogo de Américo Ferrari.
Círculo de Lectores. Barcelona, 1999.

A estas alturas, presentar a César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892-París 1938) mediante el habitual paréntesis señalando lugares y fechas de nacimiento y muerte debería resultar del todo innecesario. Decir que fue uno de los grandes renovadores de la poesía (léase: el lenguaje) en castellano y que hoy todavía lo es sin dejar, por ello, de ser un clásico, o que libros como Trilce seguirán siendo objeto de estudio e imitación durante el siglo XXI; decir, a estas alturas, estas cosas, digo, debería de ser innecesario (y lo es por supuesto para muchos, a los que pido disculpas). Así que si finalmente uno se ve obligado a hacerlo es sólo por algún motivo que no está en su mano solucionar, pero que hace necesarias antologías como ésta.

Efectivamente, esta Voy a hablar de la esperanza, de cuya selección y presentación es responsable Américo Ferrari, el mismo que coordinase en su día la edición de las Obras Completas del poeta aparecidas en 1988 en la colección Archivos, resulta una generosa manera de acercarse a lo que es, sin duda, el universo poético castellano más esclarecedor e influyente del siglo XX. La de Vallejo no es una obra fácil. Su consistencia se levanta sobre la fragmentación del mundo y, pero no en segundo lugar, sobre la ambición de encontrar un lenguaje capaz de dar cuenta de eso que, hasta la lectura misma del poema, no sabíamos que nos pasaba, no sabíamos decir. Eso que duerme en el dolor del hombre con un ojo abierto y en su gozo con uno cerrado («Pienso en tu sexo. / Simplificado el corazón, pienso en tu sexo»). Y que nos recuerda permanentemente, aún sin que sepamos darle forma, que la vida no está nunca acabada: sólo truncada.

El volumen reúne poemas de los distintos libros (publicados o no en vida) de Vallejo. En realidad es, como el mismo Ferrari señala, una colección reunida a partir de la edición completa de Archivos. Lo que falta no es mucho, y el resultado es lo bastante bueno como para que nada de la personalidad de Vallejo resulte traicionado. Ni siquiera se le ahorran al lector las dificultades que un criterio más escolar no habría dudado en suavizar.

Vallejo tardó en ser comprendido, lo que no es extraño si consideramos lo sorprendente de libros como Los heraldos negros y, sobre todo, Trilce, un libro que «se salta todas las explicaciones» (en frase de Max Jacob citada por Bergamín a propósito, precisamente, de dicho libro) y que parece, aún, surgido de la nada, de un lenguaje indistinguible de la sangre: cuerpo y casa.

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
pura yema infantil innumerable, madre.

Y no fueron pocos los escandalizados, los del temor a todo lo que no sea eso mismo, lo de antes, lo viejo de hace dos días. Vallejo dio el portazo a un modernismo que se moría entre algodones, casi sin darse cuenta, y recibió a la vanguardia sin imitarla. Su lenguaje le debe tan poco a unos como a los otros, pero eso poco (Herrera y Reising, Baudelaire) está tan presente, aunque lejos, que tampoco nos permite pensar en él como en una especie de fenómeno natural. No lo es. Tras la violencia ejercida sobre cada línea de su escritura se advierte un lenguaje que huye de lo sabido, que bucea en el hombre, que pisa allí las cáscaras vacías de una Creación dejada (¿de qué mano?):

Cómo nos van a cobrar todos
el alquiler del mundo donde nos dejas
y el valor de aquel pan inacabable.
Pero nos lo cobran…

Vallejo compromete lenguaje y vida, hace que éste se parezca a ella, se funda literalmente con ella hasta que se hacen indistinguibles. Por eso sus imágenes no llegan de parte alguna que no sea lo vivido verdadero, lo recordado verdadero, lo deseado verdadero. Ponerse otras palabras, como otro traje, hubiese sido ser otro. Y eso a su vez sería hacer traición a muchos. Lo particular, lo pequeño es universal, grande en su voz, que se hace igual, que desciende.

La injusticia, la que recae sobre los pequeños, es la gran obsesión de Vallejo. Y la muerte, y el sexo que nos guarda bajo su embozo del triunfo de un nuevo ay. Y todo eso es solidaridad con el hombre. Comunión entre dientes que rechinan por todos. Se acercó al comunismo desde ese sentimiento y desde ese sentimiento se separó de el. Y la guerra de España se convirtió en la metáfora viva de esa «nervazón de angustia» que une a los hombres a su dolor y a su tierra. Ese libro, España aparta de mí este cáliz, está reproducido completo en la edición que nos ocupa. Con buen criterio, pues es difícil no considerar esos quince poemas como un solo himno a la solidaridad frente a una derrota obligada («tu gana dantesca, españolísima de amar, aunque sea a traición, a tu enemigo»). Lo que el poeta canta es ya eso, la caída de una ilusión que necesitará palabras para salir un día a buscar, donde sea, lo que le quede de humano.

Cantó para dejarnos esas palabras. Y ahí está todavía, Vallejo, desfilando bajo su caminar de paisano, elevándose entre el dolor, rechinando entre los escombros. Y aquí están, aquí siguen sus palabras listas para enfrentar del triunfo de cada nuevo ay.

La antología nos acerca (muy generosamente, ya esta dicho) a esa voz que es, por fin, uno voz de esperanza en el hombre. Pero es una poesía que va a pedirnos para sí la misma atención, la misma comprensión, la misma nobleza, que nos concede ella; tras su lectura ya no se es el mismo.