Leer hoy a Antonin Artaud (Marsella, 1896-Rodez, 1948) es un ejercicio triste; lo que no significa que deje por ello de ser estimulante, sino que su agitación pertenece a esa parte del mundo que unos pocos mediocres conseguirán barrer más pronto que tarde: el pecado de «lo otro». ¿De dónde tanto miedo a lo otro? O, mejor dicho: ¿por qué? Pues porque abandonar una educación, una visión del mundo, una coincidencia de la palabra y la justicia es siempre poner en riesgo el «mi mundo», mi posición en el lenguaje. Y sin embargo (¿qué si no?) eso es precisamente lo que se espera del poeta: que nos recuerde que en dudar de lo que creemos saber está la única inteligencia posible.
Pizarnik nos recuerda en el prólogo de esta edición, seleccionada y traducida por Ana María Moix, que la poesía es un ejercicio de riesgo, y que lo es precisamente porque no merece la pena colocarse entre el oyente y las palabras para limitarse a pintar lo que, sin nosotros, el lector «debe» (según la norma al uso) ver. A Artaud no se le olvida que lo fundamental está ausente, que «aún no hemos nacido» si «la razón de ser no ha sido encontrada». Cualquiera que considere que existir es un privilegio heredado que debe defenderse de quienes (por ignorancia, por maldad, por desidia) lo discuten no entenderá jamás esta línea (claro). Tampoco quienes sostengan que la utilidad del arte es independiente de su eficacia.
Pero ya lo dijo el propio Artaud hablando de Van Gogh: «Lo fúnebre de la historia es el lujo con que son tratados los cuervos».
Triste: no ha llegado, no llegaba en la época del prólogo de Pizarnik y no ha llegado aún a los libros de texto. La suya es una existencia para solitarios, ¿para valientes? Debería de ser suficiente decir que para comprometidos. ¿Con? Pues con eso que desaparece. Aún recuerdo el abismo, casi infantil, de las primeras lecturas de alguno de estos versos: «El loco suicidado ha pasado por allí y ha devuelto el agua de la pintura a la naturaleza, / pero a él, ¿quién se la devolverá?» Juego de pérdidas. Siempre (o trampa: «Un loco Van Gogh?»). Sí lo era Artaud, al menos oficialmente desde los dieciséis, luego críticamente, reconstruyendo una y otra vez al hombre que era: «árbol de voluntad» («Pues la gran mentira ha sido hacer del hombre un organismo». La frase resulta cada vez más cierta. Seguramente fue necesario en algún momento, ahora es eso: peligrosamente cierto).
Y es verdadero también lo poco que va quedando de lo que somos, confundido ya con lo que quisimos ser, que era, sin duda, el verdadero cuerpo. Otra tristeza. Otra lección. La humanidad de Artaud es sólo comparable a la de Vallejo.
En ambos la palabra (el poema, el texto) se nos aparece en pugna con la idea, es palabra del hombre y define lo que existe o no existe para el triunfo de una necesidad compartida: dilatar nuestra oscuridad interior, cedernos ese lugar en vez de esconderlo para ganar el de otros. También el Yo, el de Artaud, es el de Vallejo, y ambos dejan su nombre a todos para sustraerlo al juicio de Dios. Es la tercera tristeza. Poesía monólogo (toda poesía lo es), pero monólogo universal donde no es la voz sino el lenguaje mismo (en cuanto cuerpo de nuestro cuerpo) quien habla (actúa, se mueve). Lo verdadero es lo consentido, es ese tránsito del lenguaje capaz de mover objetos tan pesados, tan sólidos, tan enraizados como la conciencia.
Conque hay que ser valeroso para enfrentarse de nuevo a esta obra (aquí tan sólo representada, anunciada, aunque bien escogida), porque no trae gratificación, ni la belleza del domingo, ni otra compañía que la del propio ruido de nuestros pensamientos (pasos) mientras leemos (reunimos) nuestros propios fragmentos. Nos trae a nosotros mismos, como somos. Y nos ofrece una intuición en la que merece la pena reflexionar: que tal vez el culpable lo sea pesar del lenguaje, no en él.
ABC Cultural. 30 de septiembre de 2000