Ana Becciu

Fuente sellada


– Ronda de noche
– Prólogo de Ana María Moix.
Plaza & Janés. Barcelona, 1999.

«La mujer sin lugar; ¿o es el lugar el que anda errante?» ¿Qué hace la mujer, casi cualquier mujer si se piensa fuera de esa corteza que puede ser la aceptación de un realismo ajeno, con el sentimiento de que el mundo no le es conforme? Nuestra actitud es la voz, nuestra identidad es nuestro lenguaje, de otro modo no seremos oídos por lo otro.

Ana Becciu (Buenos Aires, 1948), poeta y traductora de Sylvia Plath, de Djuna Barnes, de Adrienne Rich, de Elisabeth Hugan, propone en este libro encontrar la respuesta en el interior de una divisa tan aventurada como exacta: «yo no va a cantar». Cantar es cosa de los otros. «Los otros». A cambio de semejante renuncia nos ofrece la entrecortada respiración de la parálisis: el fragmento. Y a través de ese viejo (antiguo, casi prehistórico: moderno) fraseo puede hablar siendo la que no está: «la cierva que no estará, que perdió a su cazador».

Asistimos entonces a la primera sorpresa (hay más) de este Ronda de noche: estamos asistiendo a una desescritura. O, mejor dicho: a una deslectura: la del Cantar de los cantares. Un texto femenino por excelencia, pero también un texto interpretado, siempre, desde lugares extraños, ajenos a su cuerpo escrito. Cuerpo escrito. Y sorprende también la naturalidad con la que Becciu comprende su continuidad, la ausencia de verdadero motivo en la coherencia que los exégetas quisieron imponer a un poema cuya aparente fragmentación no es ni reunión, ni pérdida, ni mezcla, sino la verdad misma del amor: lo yo sentido.

No se trata, por eso, de añorar una voz (canto), pero se trata de asumir que esa voz se ha perdido (arrebatada por los que tienen la pretensión de saber «de ti mi voz»). Y se trata también de comprender que si no puede cantarse de ese modo sí puede aún pensarse en ese espacio. Y el resultado es una inauguración que el tiempo no disimula.
Becciu posee un pulso reflexivo, eco de muchas cosas (de, sobre todo, una injusticia de fondo); sabe, y no le duele rebajarse a demostrarlo, a la simplicidad de lo exacto: «las pasiones que suscita el amor, las cree sólo quien las siente». Como tampoco le asusta (pues son tribulaciones del canto, no del yo) pasar a la lección de amor, directa, siempre la misma, y nueva:

Cuando la amada abre los ojos, los ahueca, como quien con la mano recoge el agua de una fuente, y retiene en ellos la mirada que protege a todo su pasado. Quien la ama sabe que de esa región estará siempre ausente. Que no ha sido invitado, ni lo será.
De ese espacio es, precisamente, de lo que se ha enamorado.

Ahí es lírica, en la solidez humana de esa épica de lo personal, de lo propio: lo poco que somos, que es lo único que somos.

Es desandar la falsificación del canto, decir en el hueco de lo robado. Así atraviesa todos los amores. Y si es cierto que finalmente es el amor de otra mujer el que se apropia del texto, no es menos cierto que eso no nos excluye de él. Se trata, para todos, de un amor que «ellos no entienden». Es el aprendizaje de uno que nos concierne a todos, es una intimidad que nos sirve. Tampoco yo (al pie de este artículo) «quiero saber que estoy sola» (solo) «de vos». A un tiempo la mujer y la palabra (cómo si no).

El texto, entonces, se desdobla, y al mismo tiempo cruza las edades y el motor de la creación, se quiere también a sí mismo (el exiliado), se pregunta qué fue de cuanto pudo ser en nosotros: sabe que es el espejo de la mujer (la voz) que vino a decir lo verdadero (a todos, desde Homero a la propia Ana Becciu), una vez sobre otra.

El círculo se cierra, pero antes de encontrarse consigo mismo, con su comienzo, debe enfrentarse a la muerte. También eso se anuncia (se entiende) en el Cantar. Aquí aparece firmado, más terrible. Porque eso es, precisamente, lo que se nos estaba olvidando, lo único que se nos estaba constantemente olvidando: que el amor es más fuerte que la muerte, pero sólo hasta que acaba el lenguaje.