Decidimos ir a la bolera, Raquel, Lucas y un servidor; pero las cerraduras del coche se habían congelado y no podíamos entrar. A punto estábamos de llamar a un taxi cuando se nos ocurrió calentar la llave con un mechero. Mano de santo. Al cuarto o quinto intento, conseguimos ponerlo en marcha y, entre el hielo del parabrisas, la niebla y la total ausencia de iluminación en ese tramo (¡qué vergüenza!) nos empotramos en la primera rotonda que nos salió al paso. No fue mucho, como entrar de golpe en el campo, pero se resintió la dirección y tuvimos que dejar el coche en Camponaraya, llamar a un taxi desde el bar «La Guitarra» y dejarle al mecánico (Lupemotor) las llaves en el buzón antes de llegar a nuestro deportivo destino.
– Ni os habéis inmutado, dice Raquel.
– Yo lo he visto venir, confiesa Lucas, -y he intentado recordar mi vida en un instante, pero no me ha dado tiempo.
– ¿Hasta dónde has llegado?, le pregunto.
– Hasta los nueve, más o menos. Luego la cosa se complicaba mucho.
– Ya.
– ¿Y tú?
Raquel me mira con aire nervioso, como deseando un piropo.
– Yo te he visto y me he acordado de la vez que di varias vueltas de campana yendo de Almuñécar a Vélez Málaga. Eso sí que fue impresionante. El conductor se rompió la tibia, el peroné y un brazo por tres sitios. Me toca tirar.
He cerrado seis cuatro, menos es nada; pero Raquel ya lleva tres plenos seguidos y Lucas y yo empezamos a sospechar que el trauma del accidente le haya transformado en algo así como Súper-Raquel.
– Quizás necesite ayuda psicológica, me susurra Lucas.
– ¿Quién, Raquel?
– No, yo, como haga otro pleno.
– Y yo.
No les aburriré con la descripción de la partida, perdimos esa y alguna más. Y aunque en las siguientes nos fue un poco mejor a los chicos (en realidad a Lucas), lo cierto es que no dejaba de preguntarme hasta qué punto el accidente podía haber influido en el nuevo y agresivo juego que Raquel no dejaba de exhibir. Tardé en caer en la cuenta, y cuando lo hice me tranquilicé un poco, lo confieso, de que Raquel (aprovechando que no tendría que conducir de vuelta) iba por su tercer gin tonic. ¡Ajá!
– ¡Suñén, no mientas!, protesta Raquel que, como ya saben, suele acercarse a leer por encima de mi hombro en cuanto barrunta que estoy escribiendo sobre ella. -¡Yo no me dopo! Os gané en buena lid. Y tú no bebías agua, precisamente.
– Yo sí, dice Lucas desde el despacho de Raquel. – Me declaro campeón por dopaje de mis adversarios.
– Pero Lucas…
– No se hable más.
A estas alturas ya está más que claro que mi intención de resumir el año ha resultado un fracaso (como suele pasar siempre que uno decide sumarse a una idea tonta), de hecho estamos a día cinco de enero y yo aún voy por el treinta de diciembre del año pasado, pero no podía dejar de mencionar el accidente ahora que el Ministerio de Fomento ha decidido invertir una manita de euros en las carreteras bercianas.
– Me voy a dormir. Cierra bien todo, no nos vaya a pasar como a José Luis Moreno.
Raquel se preocupa por nada. Todo el mundo sabe que los ladrones le durmieron con cloroformo y que la paliza se la dio luego el servicio aprovechando que seguía inconsciente. El peligro aquí en El Bierzo es que lleguen unos encapuchados en una furgoneta, te aten a un árbol, y te roben la huerta. Y encima te dejan ahí sintiéndote más incomprendido que un mapuche hasta que te encuentre la Guardia Civil. Me lo ha contado el tío Jesús, que el otro día vino a traernos una docena de repollos, y a saber de nosotros, y a pasmarse de la altura de Lucas, y a conocer a Pangur, y a mandarle recuerdos a doña Mari, y a Rubén. Echamos de menos a doña Mari, a Rubén (que se ha quedado con su padre en Madrid) y al perro Cato.
– A Cato no, dice Pangur.
– ¿Tú que haces aquí? A dormir a la cocina. ¡Ya!
Cierro bien todo y dejo (con el encargo de que no olvide apagar la radio, en la que suena un hermoso sexteto de Camille Saint-Saëns) a Lucas ensimismado en la Internet. Me voy a dormir, a ver si sueño que gano a los bolos.