Un año más (I)

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En Magaz de Abajo nos encanta saber que en la N.A.S.A. existe un centro de bienvenida cuyo cometido es declarar hostil cualquier objeto de más de dos metros de diámetro que pase a menos de 50.000 kilómetros de este planeta y que la Oficina de Objetos Cercanos a la Tierra (O.O.C.T.) se ponga a pensar inmediatamente en cómo acabar con él. Gracias a estas pequeñas deferencias de la inteligencia bélico…¿nasal? servidor y demás vecinos, este año, se han sentido un poco más arropados.

Quizás por eso me he animado a resumir mi año interior. Quería haberlo hecho antes, pero tenía que saber los resultados de la lotería no fuera a verme hablando de cosas interesantes, sin duda alguna, pero tan circunstanciales y ajenas a uno mismo si le ha tocado la lotería como haber visto accidentalmente el pecho de su prima o haber comprado unas plantillas en la Tele Tienda si le han condenado por antropofagia a treinta años y un día.

No me ha tocado la lotería ni me he comido a nadie, el Real Madrid es campeón de invierno, en el desierto de Los Monegros no van a poner un parque temático sobre el bandido Cucaracha y el cielo no se desplomará sobre nuestras cabezas (la de Raquel y la mía, que son, a estas alturas, las únicas que aún me dan qué pensar): eso sería suficiente para afrontar el resumen del año exterior si no lo hubiese ya resumido a la perfección el Rey, cuyo discurso de nochebuena es merecedor del premio al mejor «post» en lengua española del 2007.

Claro que recordaré la cara Martina cuando vio, apenas ayer, cómo su pequeña casa de tela se armaba sola sin más que sacarla de la caja, o esta grappa Nonino, o el Blue Monk de Thelonius oído por millonésima vez, o la risa de las abuelas ante el chiste más tonto del mundo a condición de que sea «picante», o las veladas en la bolera; recuerdos que, justificando en cierto modo la existencia del mundo exterior, nos disuaden año tras año de la fortificación total y definitiva de nuestra conciencia.

Tampoco me he peleado con la suegra este año, porque no la he visto. Las peleas con la suegra son consideradas por la mayoría de los hombres una cosa externa hasta lo irrelevante, y puede que lo sean, pero las peleas con esta desagradable señora mayor dejan huella, son pura mística inversa.

– No hacéis más que gastar. Ni que el dinero lo regalaran.
– ¿A que está bueno el vino?
– Como todos. Y os habrá costado… ¡a saber!
– Deje de hablar de dinero.
– En mi casa hablo de lo que me da la gana.
– Ya. Y en la mía.
– Tú no tienes casa, muerto de hambre.
– Lo que usted diga, señora.

He aprendido a tocar la batería comprendiendo la lógica de lo inesperado, anticipándome a la decisión mejor de los demás músicos, dejando escapar la danza que esconde toda melodía como lo que es: alegre rito fúnebre, celebración de lo que se va. Así que llegadas estas fechas he de reconocer que cada año me cuesta más ponerle mala cara al mundo.

– Pues no lo hagas, me interrumpe Pangur.
– Tengo una reputación que mantener, impertinente felino. Además, he dicho «al mundo», no «a las personas».

Pero el año no ha terminado del todo. Hoy recogemos a Lucas (doña Mari ha decidido quedarse en Madrid esta Nochevieja) en la terminal de autobuses y habrá que ver qué se cuenta. Y el Papa podría declararle la guerra al capitalismo o Pangur podría escaparse y ser devorado por algún pobre observante de la doctrina Solbes…

– Eh!

Si la gente se fijase menos en «esas pequeñas cosas» que hacen grata la vida y renegase más de su, con perdón, maldita condición de títere nos iría mejor. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir escuchando a los maestros del sucedáneo ofreciéndonos una esperanza de calor puramente verbal contra un invierno del que están a salvo y cuyo origen ignoran? Lo que servidor desea es encontrar su (ya) medio siglo interior en el interior de esa cucúrbita cósmica que, sin solución, acoge a tirios y troyanos. Salir de la casa y del jardín y de la huerta y trepar al otro cerro y al otro y proseguir camino hacia alguna piedra lo bastante alta (aún a riesgo de que la O.O.C.T. vaya a darle la bienvenida) para mirar abajo y buscar sin pasión, sin pasmo, sin amor y sin odio un motivo, uno sólo, que justifique nuestra mansedumbre.

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