David Barrado afirma en el titular de un artículo de la sección de ciencia de un diario que destaca por su sección de ciencia más que por la honestidad de sus titulares que encontraremos un planeta como la Tierra antes de 2030. En la misma publicación, un día antes, afirmaba otro artículo, sin titubeos, que el hombre llegará a Saturno en 2076 y a la estrella Próxima Centauri en 2254: «Si queremos sobrevivir como especie y a largo plazo, necesitamos un programa espacial agresivo y sostenido que incluya la colonización de otros mundos más allá de la Tierra. Así de drástica es la conclusión de un estudio llevado a cabo por investigadores de la NASA y aparecido recientemente en la revista Galaxies«. Lo dice José Manuel Nieves.
He estado un rato pensándolo.
Y un rato más.
¿Nos hemos rendido? ¿Es eso lo que significan estas noticias: que definitivamente abortamos la misión de salvar el planeta y vamos a empezar a vender la idea de abandonarlo como si nuestro destino o el karma o el código genético nos obligase a ello? David Barrado (seamos justos) deja perfectamente claro en la entrevista que Judith de Jorge le hace en el no mencionado diario que solo «hay un candidato a planeta B: la Tierra».
Encontrar un planeta como la Tierra sería, sin duda, un hallazgo feliz de implicaciones tan imprevisibles como profundas. Si estuviese lo suficientemente cerca podríamos, incluso, fantasear con la posibilidad de que siga ahí.
No creo que sea un dispendio escudriñar el espacio exterior (aunque siempre he sentido cierta culpabilidad de pornógrafo contemplando esas imágenes del Hubble mostrando la desnudez de un Universo cuya vida privada no defiende nadie), es ciencia y si es ciencia es bueno, como leer novelas malas es bueno porque, al fin y al cabo, leer es leer, etc…
A estas alturas del presupuesto nadie ignora que el dinero necesario para arreglar las cosas puede salir de un montón de lugares sin sacarlo de las baticuevas de los científicos ni de las batuecas de los malos escritores, ni de las maltrechas arcas públicas. Pero para hablar de cómo se reparte un presupuesto es preciso ser economista, político, Arturo Pérez Reverte o una señora mayor con gafas que pasa por la calle mientras la televisión hace una encuesta, así que me abstendré de hacerlo.
Sea como fuere: al César lo que es del César, pero al pueblo (dios) lo que es del pueblo.
Me divierte pensar que haya quienes piquen el anzuelo y crean que en algún momento podremos tirar este planeta a la basura e instalarnos en otro; pero caigo en la cuenta de que quienes están pensando eso a lo mejor son los ricos y, entre ellos, especialmente, los culpables del estropicio. Supongo que, para ellos, es una forma de perpetuar el abuso y, lo que es ya del todo lamentable, justificarse ante sus descendientes con una mentira que les conviene creer. Despacharán la inquietud de sus hijos con un billete a Tierra B para que puedan escapar de la destrucción de la Tierra A que sirvió a su progenitor para enriquecerse y pagarlo. Antes de eso, no sólo habrán esquilmado Tierra A, sino Saturno, los planetas en torno a Próxima Centauri y todo lo que haya entre medias susceptible de ser aprovechado.
¿Se llevarán al servicio a Tierra B, o se harán ellos mismos la cama, sembrarán sus alimentos, los recolectarán y los cocinarán, repararán las máquinas, limpiarán sus hospitales, enseñarán a pensar a sus hijos, recogerán sus desperdicios y reciclarán la basura y la enviarán en naves gigantescas a Tierra A, ese lugar remotamente idílico cuyos viejos cantos guerreros entonarán con orgullo? ¿Llevarán un ejército con ellos o confiarán arrogantes en ser la única especie colonizadora de mundos entre tantos mundos imaginables?
Hay que ser tonto entre crédulos para pensar que estamos listos para una aventura en la que no solo hay que contar con la técnica, sino con el tiempo implacable, la física y sus limitaciones invencibles. Hay que confiar mucho, más de la cuenta, y confundir propaganda con esperanza. Pero supongamos que por una parte hacemos la vista gorda (lo que es muy posible si consideramos que se nos ha educado para ello) ignorando el verdadero significado de la zanahoria y por la otra se aplican tanto en su mentira que acaban por tragarse su propio cebo, y lo logran: llegan a Tierra B.
¿No acabarán siendo sus servidores (a quienes se les descontará de su futuro sueldo el precio del billete) una abrumadora mayoría? ¿No descubrirán enseguida que lo que faltaba en Tierra A no está en Tierra B?
No creo en la Tierra B, pero si llegase a existir una en un futuro más que improbable será muy pronto pasto de la lucha de clases y de la autodestrucción después. Habría que preguntarle esto a los fanáticos de la colonización: ¿cuánto tardaría Tierra B en necesitar una Tierra C? En fin, que no hay que darle más vueltas, que saber nadar (por muy bien que se haga) solo sirve, ahí fuera, para prolongar la agonía.