He estado viendo «El olvido que seremos», la última película de Fernando Trueba. Es una buena película que cualquier entendido podría defender mejor que yo señalando sus acertados movimientos, sus ángulos, su discreción valiente, su finura y hasta sus escasísimas redundancias (¡ay, la voz en off, la voz en off!), la exhibición actoral de su protagonista (Javier Cámara), etcétera. Me interesa la pureza de su narrativa. Me interesa lo que quiere decir en un mundo en el que el cómo parece ser un valor a parte y tener un precio distinto (y muchísimo más caro) del qué, un mundo en el que desear algo bueno para los de fuera tropieza con la percepción del cómo que obsesiona a los de dentro. No están contra la libertad de expresión, están contra tu forma de ejercerla que es una forma desubicada que no respeta las normas de la formalidad; motivo por el cual podrías llegar a recibir un disparo en la cabeza de tu bebé.
Cosas que pasan. Gente loca, Dios y cultura de la cancelación. Mala mezcla.
El espectacular despliegue de efectos especiales y artefactos filosóficos de la película de moda, sin embargo, entretiene. Según el crítico, sea o no profesional, logra su objetivo, lo que le confiere una sustancial ventaja con respecto a esa otra cuya intención era hacernos reflexionar, dudar, quizás incluso arrepentirnos de algo.
La inteligente integración de las artes marciales (mercado oriental) en el mundo Marvel le otorga un 7,8 a una película de mierda mientras el exceso de compromiso reduce al 6,9 a «El olvido que seremos». «Dune», de quien podría ser un buen director si nos quedamos con «Incendios» e ignoramos el resto de su filmografía, no merece más de un 5, pero es Ciencia Ficción y eso, ya se sabe, nos (me incluyo) vuelve tolerantes.
¿La vida?, ¿la trascendencia?, ¿la autenticidad?, ¿las bajas pasiones? ¿Te parecen poco Romy Schneider, Tolstói, Edipo?
Soy un hombre difícil, es decir: soy un hombre que se lo pone difícil a los que pretenden hacer pasar palabrería por mensaje o entretenimiento por distracción. Puedo entretenerme con facilidad viendo como lidia con la experiencia el universo mental del perro Ovidio, y más difícilmente con la inesperada aparición de un estornino en el poste del teléfono, pero entretenerme con ese falso monumento a la tolerancia (a más de falso Cronenberg)que es «Titane», la «trasgresora» (adviértanse las comillas) cinta de Julia Ducournau, me deja un mal sabor de boca muy parecido al que me deja la pérdida de tiempo; pero su puntuación la acerca a la de Trueba. Repetir lo ya hecho, actualizar lo intemporal, revisar lo eficaz: son sólo formas de vendernos lo mismo una y otra vez.
Pero estas cosas… ¿pertenecen al universo real o a mi (su) universo mental?
Calma. No llevamos ni media docena de párrafos y ya estamos cuestionando la realidad del mundo. Sin embargo: ciertamente haríamos mal no reconociendo la realidad de diferentes, simultáneos, superpuestos, escurridizos, incómodos universos.
Hay un mundo de mundos bajo el mundo mental como lo hay sobre él: realidad, curiosidad, política, ideología, amor, interés, trabajo, filosofía, arte, felicidad… El real es, de entre los muchos mundos, el que corre más riesgos. El mental el que menos. Es una afirmación personal, no tienen por qué estar de acuerdo.
Sin embargo sabemos lo que sabemos: no es lógico concluir que estos tantísimos mundos cohabitan. No es lógico suponer que el mundo real es una emergencia del mundo físico o que el mundo mental es una excrecencia del mundo político. El mundo es una mezcolanza necesitada de acuerdo.
Salvo que es imposible vivir en esa ensalada.
Naturalmente no habrá acuerdo. No es factible el acuerdo, pues no se trata de convocar y negociar, sino de contener y construir. El problema es que no sabemos hacer eso desde ninguno de los mundos posibles. El problema es que o pensamos en el cambio climático como en su día pensamos en la relatividad o en la mecánica cuántica y lo incorporamos al almacén de recursos neurológicos del funcionamiento racional, o nos perderemos en el entretenimiento como dinosaurios jugando a las damas.
Para siempre.
Entonces subrayaremos y compartiremos frases como «la cultura, entendida como la entienden los antropólogos, en manos de los políticos, conduce a la violencia» o «te pasas media vida buscando la felicidad y la otra media buscando las gafas» en una red social que desea que nos sintamos cómodo con lo que compartimos en ella.
— Te recomendamos que, de vez en cuando, revises tu actividad para asegurarte de que todavía quieres que los demás vean lo que ya has compartido.
Llegado ese punto, siempre aparece algún/a iluminado/a dispuesto/a a hacer el gran sacrificio intelectual de cambiar las cosas «desde dentro».
Ya sé que no estoy siendo transparente, la TV es transparente. Estoy siendo claro, lo que exige cierto esfuerzo privado. No se puede vivir en un universo mental, ni en uno económico, ni en uno político o histórico o romántico: sólo se vive ahí fuera. Solo se vive en lo que no somos, en lo que no poseemos. Ese es el pacto con el exterior: carece de dueño, no florece en el mundo mental de nadie. Digamos que aquella exitosa dicotomía Arriba/Abajo no acabó siendo lo suficientemente fina para abarcar el problema. El problema se entiende mejor como el enfrentamiento entre dentro y fuera.
Fuera hace frío y, dentro, según nos explica la economía, hay poco espacio. Normal.
He empezado hablando de una película y terminaré hablando de otra que, también, trata de eso: ¿se puede realmente cambiar algo «desde dentro»? Intentar cambiar algo desde dentro es confundir reacción con revisión. Mejorar no es solucionar, sin embargo. La película: «7 Prisioneiros» (2021) de Alexandre Moratto. Moratto es autor de una anterior que no necesitan ver si no son lo que en mis tiempos llamábamos «culturetas», pero es un director que demuestra saber dónde está y que no mezcla ni confunde qué con cómo, ni lo que quiere decir con lo que quieren ver.