Está de moda ahora hablar del relato de marca. Empezaron las agencias de publicidad mostrándonos la profunda y perdida mirada del hombre de Marlboro, contemplando, seguro sobre su carismático corcel, el horizonte infinito pero familiar que la montaña promete: espacios abiertos y dominio de uno mismo. Fue suficiente una buena fotografía de un pulmón de fumador para dejar claro que el cuento es otro, pero eso no asustó a los publicistas, cuyo argumento se justifica en una condición asalariada que, como en el caso del mercenario, los vuelve invisibles entre el fin y los medios. Lo del pulmón también lo inventaron ellos. En su ignorancia, confunden el relato con el argumento.
El gato Pangur está sentado junto a un servidor, practicando su particular terapia mental basada en la mezcla fosfénica y que consiste, fundamentalmente, en asociar ideas a las imágenes que, tras la contemplación extasiada de algo, se fijan en el ojo cerrado durante algunos segundos. Asocia imagen e idea y archiva el resultado en la memoria, que en su caso es como tirarlo a la basura.
— Pero me relaja.
Los seres humanos no tenemos tanta suerte y asociar la imagen de un cigarrillo a la muerte o la de Wall Street a nuestra nueva condición de tontos culpables (o la de Andreu Buenafuente a la campaña aquella de «esto lo arreglamos entre todos», o la de Loquillo al Banco de Sabadell, o la de Clive Owen a Burger King) no nos relaja nada. Al menos no a un servidor que estuvo trabajando, y mucho, en su relato de vida hasta que la crisis hizo su aparición y se vio obligado, como tantos, a fumar a escondidas, primero, y a salir en ayuda de los más ricos, después, para no parecer un mal pobre. Pero estas líneas no tratan de un servidor, ni de su gato, sino de esa caricatura que en manos de los publicistas se vestía de buen hacer y que, al servicio de los poderosos, se entremuestra obediente hasta lo servil y se desenmascara como una verdadera ficción de análisis, como la falsificación de intenciones que es: un engaño regalista (y escapista) al que sorprendentemente nadie responde.
— Hay gente que sí.
Es cierto: hay gente que sí. Ahí están las asomadas del 15M y organizaciones afines. Pero servidor esperaba una reacción cerrada del sector intelectual que, sin embargo, parece haber decidido quedarse a verlas venir desde su enroque, esperando unas tablas gratulatorias que le permitan recuperar su honor en el punto en que lo dejaron. Eso no va a pasar.
A día cuatro de su decimosegundo año (quinto desde el credit crunch) seguimos sin tener una versión oficial de los acontecimientos que nos condujeron a la certeza de que el tercer milenio va a ser un fraude. Tampoco veremos (no esperamos hacerlo a estas alturas) que se identifique a los responsables y se responda a una vindicta pública que se va diluyendo cada vez más en la amenaza de depresión. Ni siquiera parece que el sistema vaya a ser revisado con la profundidad y honestidad que un funcionamiento no abusivo del mismo supondría. Aunque, como en aquel chiste de Tip y Coll, se nos ha comunicado muy cortésmente, eso sí, que «de ahora en adelante, sólo se permitirán los robos que autorice la ley». Conque la marca de la crisis es carecer de relato.
— ¿Y de argumento?
— El argumento puede equivocarse, Pangur, el relato no sabría hacerlo. Acuérdate de Orwell.
— ¿De quién?
La mentira (que terminará por comerse a los periodistas y hasta a los sociólogos), fiel a sus principios, pone la imagen de nuestros pequeños modelos de rebeldía a sus ideas afrenilladas, o presenta sus ofertas desde escenarios asamblearios. Es lo que han sacado en limpio sus esbirros después de «argumentar» la «tendencia». Los políticos (que tampoco viven en este mundo) ni eso, y los intelectuales ya ven, significándose en plan francotirador, mirándole la cartera a los internautas o jugando entre ellos a piedra, papel, tijera. Si de algo está seguro un servidor (tras desistir de atender a explicaciones meditadamente confusas o de ponerse en la piel de los desolladores) es de que, como en el caso de nuestra maltrecha memoria histórica, si las armas de la verdad no brillan ahora en un relato civil, firme y honorable, deberán ser desenterradas en el futuro a escondidas, sin medios, sin ayuda y casi con vergüenza, por nuestros nietos y nietas.