Hemos estado viendo The tree of life, la última película de Terrence Malick. También Melancholia, de von Trier. Una tras otra. Luego, después de cenar, y ya tarde, hemos visto Pina, de Wim Wenders.
Servidor siente debilidad por el cine de imágenes. No le hace ascos a otras soluciones más literarias o «equilibradas», pero disfruta como un niño con la pura contemplación, y el correr de las láminas de Malick (que se parecen bastante a su idea del séptimo arte del mismo modo que los pintores que le hablan desde dentro del cuadro le parecen infinitamente más interesantes que los que le entregan un jeroglífico o apelan a su sentido del tacto) es suficiente para reconciliarle con la humanidad. Sólo lamenta que el misterioso tejano no controle un poco más su afición a la voz en off; de hecho, si lo hiciera, si se contuviese en ese aspecto, lo incluiría gustosamente entre los diez mejores directores de la historia. La voz en off, a pesar de las dos o tres excepciones que seguramente se le ocurrirían (The Lady From Shanghai, The Killing, La Jetée) si tuviese que defender lo contrario, le parece a un servidor, cinematográficamente hablando, un rasgo de desconfianza hacia el espectador que, al señalarlo hasta la significación, al hablarle desde demasiado cerca, lo manipula sin necesidad. No es el mejor de los ejemplos, pero si en un diario leemos «ya he dicho en páginas anteriores», la cualidad esencialmente privada se desmorona ante la evidencia de que el autor se sabe vigilado, no escribe para sí mismo. De modo semejante, la voz en off nos obliga a una posición externa, nos condena a una condición de público que (en nuestra fantasía de espectadores) no necesitamos. La voz en off es, la mayoría de las veces, una intromisión de la reflexión ajena en la fruición personal. O, si es puramente narrativa, una incapacidad autoral disfrazada de cortesía hacia el público.
The tree of life hace un poco eso y también un par de cosas asombrosas que la redimen de inmediato: en primer lugar cuenta de modo exquisito una historia sencilla, dramáticamente sencilla, terrible si se quiere, pero humana hasta lo pequeño; en segundo lugar la hipercontextualiza. Y el resultado, gracias a una imaginería mecánicamente perfecta y a un punto de vista físicamente infantil (no ingenuo, no aniñado, no fácil), estéticamente maduro y espiritualmente viejo (no cínico, no fatigado, no fácil) es incontestable. Comprende, sin mayores dificultades, servidor, a quienes no soportan esa clase de cine: son los mismos que no pueden ver L’albero degli zoccoli, de Ermano Olmi, o El sol del membrillo, de Víctor Erice (por apelar a dos títulos tan alejados del caso como entre sí) sin removerse en su butaca; espectadores a la expectativa ejerciendo su derecho a protestar por no haber sido entretenidos. Pero le resulta difícil admitir entre sus amistades a los que acusan a Malick de aburrido (Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, es aburrida, tanto que hacia la mitad ya no nos importa quién muera o quién viva), iluminado (James Cameron es «un iluminado») o pedante (Almodóvar es pedante) simplemente porque creen que la condición anterior les da derecho a juzgar. Malick es directo o, mejor dicho, es todo menos evasivo; pero se pone excesivamente a tiro por culpa de su discurso explícito (y aún así hay que ir a buscarlo). De hecho, lo único evasivo en él es paradójicamente esa especie de guía no solicitada, esa voz. Hace, sin embargo un uso impecable de la música.
La música, en el cine, es a menudo una muleta que acaba por provocar gravísimas cojeras: figuración sobreactuada, adorno. Las películas modernas (y disculpen ustedes un término tan pedante y anticuado) están llenas de música. La música vuelve trepidante una persecución de relleno, dispara el corazón de las jovencitas ante la contemplación de un gomoso pintado con purpurina o demoniza a una pobre huérfana. El gato Pangur, cuando lo que toca es una de terror, se tapa los oídos en las escenas más crudas.
No es así en Malick, desde luego, sino que desnuda a un hombre vestido, excede, amplía el horizonte imaginario sobre el que se recortan unos acontecimientos que nuestra compasión, sin ella, sin la música, hurtaría a nuestra comprensión. La palabra «contrapunto» sería engañosa y la palabra «engaño» sería injusta. La música es un eco de la enormidad del contexto en el que Malick hace valer su discurso, refleja una profundidad real donde lo que ilustra es una pregunta constante, no una respuesta concreta. Aunque servidor promete seguir pensándolo.
La vida es un aprendizaje o un camino, una condena o un regalo y, en todos los casos, una representación donde pueden salir mal infinidad de cosas. Pero el teatro nos excede de forma tan monstruosa que nuestra obligación, por grave que sea, por dolorosa que resulte, se reduce a autocompasión o se pierde en la nada. ¿Somos parte de algo mayor, más verdadero? No cree servidor que eso sea lo que dice The tree of life (ni siquiera que sea lo que dice Malick) sino que transcurrimos en una sucesión ajena, ciega. No dice «tranquilo, eres parte de algo», sino «no vivirías si no fueses parte de algo», así que su trascendencia no está en lo desconocido sino en lo obvio. A servidor, cuyo ateísmo sólo flaquea ante ciertas formas de panteísmo, no le parece mal.
¿Por qué la arrogancia de creernos los únicos pensantes nos impide advertir que el hecho de que lo infinitamente grande resulte ser tan poco dueño de sí mismo como lo infinitamente pequeño es lo que nos condena a la trascendencia? Pero la trascendencia es una dimensión perfectamente capaz de realidad sin la existencia que la voz en off le otrorga. La muerte, o el granizo no son acontecimientos menos metafóricas que los agujeros negros o la ira de los dioses. El pintor puede pintar lo real por real, no porque existe, pero lo pinta para que exista. Y las imágenes, y eso es cine, prestan su duración al mundo por real, no por existente, para que exista. Y entonces, Malick hace su trabajo mejor que nadie.
— ¿Y de la de von Trier qué opinas?
La otra espléndida película que hemos visto es ese documental de lujo que Pina Bausch le ha regalado a Wim Wenders. No se la pierdan, porque Pina entendía cuanto de coreografía tiene la vida y el esfuerzo que media entre la representación y la verdad; y Wenders, ha sabido, en este verdadero monumento, contener su maestría para dar una lección distinta y común. El resultado es tan equilibrado y respetuoso que nos condena a la fuente. No se esculpe con aire, sino para el aire: Chillida, Bach, Pina…
— Suñén, te preguntaba…
Si servidor quisiera saber lo que piensa un filósofo, le pediría unas notas escritas en papel, no ocho pistas de audio. Si quisiera disfrutar de una canción no acudiría a la fotografía. Los soportes son inseparables de la expresión que informan. No se baila para los ciegos, si se es honesto. Y no se deja que la voz en off tome el mando, ya que no hay forma de responderla.
— Pero yo no soy la voz en off, Suñén. Soy tu gato.
— Perdona Pangur. No te había visto.