La muerte y la sardina

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Raquel está leyendo el último de los monográficos de Investigación y Ciencia, titulado «La dieta humana: biología y cultura». Lee con interés; pero de pronto levanta la cabeza y pregunta:

— ¿Sabes que se ha muerto el alcalde?

Servidor, que estaba pensando en la cena, ha preferido callarse y se ha limitado a asentir con la cabeza, sin levantar la vista del volumen 4 de las obras de Ambrose Bierce (Alianza) que ha recibido hace bien poco. Un autor al que vale la pena recuperar, y no sólo por motivos literarios.

— Yo me he puesto un vaso de leche. Tú, si quieres, te puedes hacer un bocata.

Algunos hombres a los que servidor amó han muerto, y algunas mujeres a las que amó han muerto (lo que es muchísimo peor). Y unos y otros murieron convencidos de que esto tenía arreglo y no pocos pensando además que su aportación había sido importante. Los más afortunados murieron justo antes de algún acontecimiento que hubiesen preferido no contemplar. El alcalde, que llevaba en ejercicio 38 años, se va a perder el fin del mundo, y el de la crisis.

Servidor ha puesto a sonar unos motetes de Cristóbal de Morales y se ha bajado a la cocina. La lata de sardinas (redonda, de la marca Escurís) le proporciona a servidor una extraña sensación de seguridad. El crujido del pan bajo el cuchillo y el olor a aceite de oliva le traen a la memoria en el momento justo la botella de Rúa Valdeorras que dejó esta mañana en la ventana, por fuera.

Hay que subir muy despacio los escalones, para no desequilibrar la bandeja: botella de vino, vaso, plato con bocadillo, servilleta de cuadros naranjas y negros y tres (uno es poco, dos es restrictivo, pero tres le permite dejarse uno) bombones de café para Raquel, sobre una servilleta de papel blanco, de 20 x 20.

Ninguno murió por causa de su dieta, seguro; y servidor se preguntaba cuántos de ellos lo harían seguros de dirigirse a un merecido descanso cuando sobre su mesa, zigzagueando como en las películas de dibujos animados, se posó un folio conteniendo el siguiente texto:

Nudo: Estructura cerrada en un tramo de cuerda que debe ser atrapada, sostenida y vigilada con autoridad, pero no resuelta (Véase: Crisis).
Nuez: Fruto del árbol de los juguetes.
Nugs: El hecho de que nadie volviese nunca del país de los muertos, hizo pensar a los Nugs que quizás fuese una buena idea ir allí.
Nuria: Prima de Raquel.

— Eso es mío, mi diccionario.

Apenas había comenzado servidor a leer cuando Pangur aterrizó frente a él como una especie de búho ante un ratoncillo pillado en falta.

— Mía. La «N», dijo sin dejar de mirar a servidor a los ojos.

La escena que tuvo lugar a continuación excede a las capacidades de este pobre cronista. Imagínense a un hombre intentando con una mano devolverle a un gato la hoja sobre la que éste está sentado sin soltar el bocadillo que, con la otra, mantiene lejos de la atención del felino.

— ¿Quiénes eran los Nug?
— Unos que se extinguieron. ¿Qué tienes en esa mano?

Así que Pangur está escribiendo una especie de compendio de su sabiduría que no quiere que servidor conozca.

— No quiero que se pierda por culpa del fin del mundo, dice Pangur, ya en el suelo, ordenando folios.

Resulta absurdo que el fin del mundo se acerque y la gente se ponga a dejar constancia de lo que sea, como si después fuese a pasarse alguien a limpiar. Pero por experiencia sabe servidor que si su gato está haciendo eso es muy probable que haya mucha más gente haciendo lo mismo. El fin del mundo es una manera tan buena como cualquier otra de salir de dudas, y conviene saber de qué dudas salir. No te vas a poner a titubear a última hora. Cierto vecino de un servidor, sin ir más lejos, quiere saber qué es lo que hace Lucía Lapiedra «con sus amigas cuando nadie las ve», que (obviamente) no puede ser lo que las miles de copias en vídeo que se distribuyen bajo ese eslogan contienen (sea lo que sea). «Ya está bien de que nos engañen», protesta el vecino.

Servidor también quiso a algunas personas que murieron sin dejar de respirar y que aún acuden al trabajo a diario: los lleva en la memoria como si fuesen muertos de pleno derecho, pero no los llora; prendidos con alfileres, son presencias demasiado translúcidas como para distraer al espíritu de sus preguntas reales, pero tan ambiciosas de volumen y ávidas de solidez que aún pueden resultar peligrosas, muy peligrosas. A servidor le aterra la idea de que, tal vez, decidan que el fin del mundo necesita una buena gestión y convenzan a los políticos y acaben por arruinarlo contratando a Loquillo, llenándolo de publicidad y atrayendo a mimos y carteristas. Sería terrible que por miedo a que acabase con una carga policial, la gente decidiese pasar el fin del mundo en familia, estilo von Trier.

Las sardinitas tienen un toque ahumado que el pan contribuye a manifestar, y son suaves, casi cremosas, de modo que no llegan a mostrar en boca aspereza alguna, sino una antigüedad fiable, reconocida. El vino las acompaña como la aguja a su hilo.

— Y tú ¿qué quieres saber?
— Me gustaría saber si después del fin del mundo, o sea el 22 de diciembre, tendré resaca. ¿Y tú?
— Yo nada, responde Raquel aprovechándose de que es chica.

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