Víctor M. Díez

Todo espera un fuego


– Oído en tierra
– De la luna libros / Ayuntamiento de Mérida, 2000.

Desperdigados por la geografía editorial española se mueven (es un decir) algunos «jóvenes» autores de merecido interés a los que, sin embargo, ni el público mayoritario (hasta donde el público lector de poesía puede serlo) ni los críticos son capaces de acceder sin que ello suponga un esfuerzo desigual. Si esto pasa es porque Ayuntamientos e instituciones se empeñan, demasiado a menudo, en promover colecciones de poesía. Y la intención es loable, además de necesaria. Sin embargo, esos mismos Ayuntamientos o instituciones se empeñan, también demasiado a menudo, en ser, además de promotores de cultura, editores y distribuidores de libros. Ése es el error, grave aunque puro.

Viene todo esto a cuento de que recibo por correo el cuarto (?) libro de poemas de Víctor M. Díez (León, 1968). Recordaba haber leído de él (y con agrado) un primer libro de título Evaporado va (Colección Provincias, León, 1996) y es ahora, a la recepción de este Oído en tierra, cuando descubro que me he perdido dos textos intermedios y seguramente igual de apetecibles: Cordura abajo (Valladolid, 1996) y Circo varado (Oviedo, 1999). Y, de hecho, de no ser por el interés que el propio autor se ha tomado para hacérmelo llegar, también podría haberme perdido éste. No es uno de esos libros que los libreros colocan en pilas sobre sus mesas de novedades, uno de esos textos que ponen en evidencia la imparcialidad de un suplemento cultural. Pues por eso.

Pero vamos a lo nuestro. El texto de Víctor M. Díez ha ganado el VI Premio Ciudad de Mérida de Poesía y su solidez y madurez honran al jurado que lo escogió entre todos. No es un texto sencillo. Su propuesta, desde la primera línea, nos aleja, nos pide que nos acomodemos en el solitario punto de vista del alejado, del viajero (sin embargo) sabe hacer de su movilidad su casa:

Una inmensa plaza vacía
se dice en un teléfono público.
Esa voz se agita y es flexible como una vara
para decir nadie.

El primer poema define ya la intención del libro (a excepción, quizás, pero no en detrimento de algunos poemas dedicados a pintores). Aunque la voz, la persona que viaja a su través, no es sin más la expresión de una mirada nómada que medita frente a sus impresiones. Se compromete con lo que ve, y en el camino vamos encontrando los signos de un viaje lleno de acompañantes, más o menos conocidos, más o menos accesibles a la comunicación, pero unidos por un denominador común: el trabajo de crear y recrear el mundo, el trabajo de ser conciencia. Arte.

En ese mundo el sentimiento actúa como “un jinete sin cabeza que cabalga / a toda hora y en todas direcciones”, mas su talante es crítico y su objetivo es, en sí mismo, expectativa: “Todo espera un fuego”. El yo, ese guiño de autor, apenas delata el anclaje, profundo y meditado, de estos poemas en una experiencia real, compleja, obsesiva en su deselaboración. Pasó, pero ahora hay que entender su poso sin falsearse. A veces parece frío, pero otra cosa hubiese sido ponerlo todo demasiado fácil, distraer con engaños.

Un libro, pues, de mérito sobrado y una escritura tan personal como prometedora. Pero otro de esos libros que el lector deberá molestarse en buscar bajo la acumulación de lo último, lo interesado o lo cómodo.

ABC Cultural. 29 de julio de 2000