Poesía de mujeres: cuarta fase

Hoy por hoy, hablar de la poesía escrita por mujeres (especialmente siendo hombre, cosa que afortunadamente no tengo que argumentar) tiene sólo dos desenlaces posibles. O se traza un panorama histórico desde la autora de el Cantar de los Cantares hasta nuestros días y se contribuye a la percepción del caso desde la asunción de dos culturas. Lo cual es posible y puede que deseable hasta que una cultura común siga sin resolverse; o se bucea a pulmón en un asunto en el que la asunción sin más del factor biológico es tan sospechosa, se quiera o no (el aventurerismo mitológico de Rober Graves o la analítica neurológica de Leonard Shlain podrían ser aquí igualmente inspiradores, pero también igualmente irrelevantes y hasta perversos) como su elusión en favor de argumentos estrictamente literarios. Y es que, nos guste o no, ambos ámbitos (el literario, el de género) han sido leídos siempre desde una perspectiva masculina. Podemos pensar que quien ama la poesía la entiende como pregunta al lenguaje, no a los otros, y que eso no tiene sexo, pero ¿no tiene sexo? Susan Sontag:

Mi problema es idéntico a mi lenguaje. O sea, si no tuviera este lenguaje, no tendría este problema. Si no tuviera este problema, no tendría este lenguaje. No necesitaría ayuda.

La épica del yo en la poesía escrita por mujeres. Apuntes.

Con independencia de la atención que aún pudiera echar en falta en determinados entornos, la poesía escrita por mujeres ha dejado de ser «un fenómeno» de cara a su tratamiento editorial y mediático y, en consecuencia, no admite aproximaciones aduladoras del tipo (Ramón Buenaventura):

hago esta antología de poemas escritos por mujeres porque me apetece levantar un censo de amores posibles. Llevándola adelante he descubierto que la única poesía que de verdad me gusta es la que escriben las mujeres.

Y a estas alturas, además, la poesía escrita por mujeres ha abordado -o esté en trance de abosdar- su propia crítica desde suficientes y autorizadas voces, y ha superado -o está en trance de superar- descalificaciones, paternalismos, mafias, encasillamientos y, lo que es más importante, una especie de infancia y adolescencia en parte impuestas por los modelos sociales y políticos, y en parte asumidas por las poetas como necesario reflejo de una realidad que las obligaba a construirse a sí mismas y a su historia casi simultáneamente. Especie, pues, de infancia, adolescencia y madurez, si se desea. Pero en el fondo, seguramente, un proceso que se explicaría mejor con otras palabras. ¿Qué tal “saturación”, “decantación” y “clarificación”? O ¿qué tal “femenino”, “feminista” y “de mujer” (una terminología que tomo prestada de la propia crítica feminista). Importa un poco cómo se llame a cada una de estas aproximaciones críticas al tema que nos ocupa, en especial si son sucesivas y podemos llamarlas (si responden a) «fases». Pero de momento lo que me interesa es que efectivamente la trayectoria y las características de la producción poética de mujeres en los últimos cincuenta, o más, años han sugerido a la crítica la necesidad de definirla al menos tres veces (y a mi me gustaría sugerir, y sólo sugerir, una cuarta).

Recordemos que ya entrada la segunda posguerra, las poetisas –aún llamadas así en esas fechas- se caracterizaban por haber pasado “de la enumeración de sentimientos, paisajes, contemplaciones…” (y estoy citando a Carmen Conde) a “una grave introspección psicológica que las aproxima más y mejor a su verdadera y auténtica finalidad”. Como no se le escapa a nadie, esta “verdadera y auténtica finalidad” condena a las poetisas a un destino específicamente femenino, lo que será tan bueno o tan malo como la definición del adjetivo permita, pero además las hermana con lo que el gusto consideraba buena poesía femenina (y no tanto) hacia finales de los sesenta del siglo XX, o sea: nada que se inmiscuyese en la cosa pública.

Quiero decir además que, entonces, y para la crítica de entonces, la cualidad “mujer” pesaba más que la calidad “poeta”, sutilmente si quieren e incluso a cambio de una ceguera que el lector no podía aún percibir, pero que perpetuaba la diferencia entre la “poetisa” y el “poeta” obligando a la “poetisa” a serlo por mujer, mientras el poeta lo era “por escritor”. Carmen Conde dice todavía en el prólogo a su antología Poesía femenina española, 1950-1960: “vamos a dejar a un lado la querella de poetisas o poetas”. Dejar esa querella a un lado era algo que se hizo más tarde, mejor dispuesto el lenguaje a ceder parte de su soberanía masculina, pero entonces marcaba una barrera. Asumirla era ya limitar el alcance de cualquier reflexión, por necesaria que fuera ésta. Y anunciaba un segundo paso, en efecto.
Admitamos que cierto tipo de poesía saturó en primer lugar a las propias mujeres, y que de esa saturación salió en buena medida la decisión de prescindir del término “poetisa”, marcado por un aura de sensibilidad de juguete, exponente de la impuesta dependencia amorosa, económica y social. Si la poetisa deseaba devenir poeta, debía, en primer lugar, ser leída sin indulgencia.

La segunda vez que la crítica se ve obligada a abordar el tema, tras una antología irregular, y sin duda imperfecta, pero socialmente necesaria (y me refiero, ya lo han adivinado ustedes, a Las Diosas Blancas del ya citado Ramón Buenaventura), este asunto no tan baladí (“poetisa” o “poeta”) quedó prácticamente resuelto. Las mujeres que escriben poesía son poetas, lo que implica no una ocultación de sexo que no tendría nada de malo, sino una disolución de éste en una categoría de orden superior que obligaba a la palabra «poeta» a declararse neutra. Paradójica, pero muy conscientemente, el género se se reivindica en la autoría. La abolición de la diferencia «hace» la diferencia.

No estoy diciendo que las mujeres poetas no quisieran ser “MUJERES” sino que no querían ni ser “POETISAS” ni ser “HOMBRES”, no querían, me parece (y me parece bien) que el peso de la lectura recayera en una cuestión, el sexo (que después de todo empezaba por entonces, como muchas otras cosas, a ser una decisión personal), con antelación a la lectura, pero que –sobre todo, creo yo- había sido utilizado por varias generaciones de “poetisas” con las que se deseaba establecer una diferencia tajante antes de encontrar (eso debería ser un paso posterior) la tradición de valor que las reincorporase a una historia contada desde otro sitio (historia, ésta que se deduciría de una investigación metódica de la tradición de valor en la poesía escrita por mujeres, sus encuentros y desencuentros, sus seguidismos o liderazgos, que está por hacer). Son cuestiones políticas, si ustedes quieren, pero sin la política en el pensamiento la mano no hace literatura. Y si el lenguaje no cambia, nada cambia.

¿Y quién iba a cambiar el lenguaje? ¿Nosotros? ¿Los hombres? ¿LOS poetas? Los hombres podíamos huir de palabras como “singladura” o “recoleta” (por citar dos típicas expresiones franquistas), dejar de hablar de “la nave del Estado”, por ejemplo, o adoptar expresiones calcadas del discurso postestructuralista al uso. ¿Pero éramos conscientes de que en los poemas seguíamos elogiando la “transparente” mirada de la amada, su infinita paz semejante a un mar en calma? ¿Éramos conscientes de que escribiendo eso lo que realmente escribíamos es que amábamos a las mujeres sin nada en la cabeza? Lo siguiente, claro, era comparar sus curvas con un mar embravecido… No estoy frivolizando: todavía en 1986 Cuadernos del Norte, publicación puntera en todos los aspectos y uno de los grandes referentes de nuestra cultura democrática, editaba un especial Monografías nº 3 recogiendo un encuentro de críticos y poetas titulado “Estado de las poesías”. Mujeres entre una docena de participantes: Fany Rubio del lado de la crítica y Blanca Andreu del lado de la poesía. Algunos años después todavía la situación toleraba el poco respeto, y esa era una pelea de las mujeres (y debía tener lugar en la poesía como en la vida), una pelea de lenguaje pegado al cuerpo. Un cuerpo que, en primer lugar, debía ser percibido de otra manera, no como propiedad del varón, y cuya línea era menos clara de lo que la publicidad quería.

Aquel momento de contenido más abiertamente beligerante, se había anunciado en presencias aisladas, pero al fin adquirió sentido de tendencia, de colectivo singular: la escritura de la mujer hizo su aparición reclamando un estudio no comparativo. Y ello hizo que la crítica buscase en la poesía escrita por mujeres una característica común. Lo que encontró fue su ocupación del cuerpo, algo que no siempre resultó bien interpretado ni por los lectores, ni por la crítica, ni por las propias poetas; pues gente hubo que leyó dicha “ocupación” como una liberación autoerótica. No era tal (y cuando lo era, no sólo era eso), sino una reivindicación que tenía (sin duda alguna) un referente muy sólido en la realidad social: el derecho a la propia fisicidad, que en el caso de la poesía podría haber adquirido para sí una interesante pregunta: ¿pertenece el cuerpo al lenguaje, o el lenguaje al cuerpo? (Sontag). El cuerpo femenino era, como propiedad de la mujer, enemigo de cualquier autoritarismo. Si analizamos la cimentación teórica de la poesía entonces preponderante (la llamada poesía de la experiencia) advertiremos enseguida que ésta no tuvo en absoluto un anclaje en la sociedad. ¿Quería la sociedad volver a las viejas tradiciones? ¿Huía de las vanguardias como de la peste? No. Aquellas tesis eran, en realidad, autoreferentes (y más nacionalistas que tradicionalistas). Por el contrario: la poesía escrita por mujeres ha observado el desarrollo social real, no ha tomado su contexto de una realidad prejuiciada, o libresca, o sólo observable en la producción poética anterior: ha mirado el mundo y se ha contextualizado en el presente real. No es un “ismo”, y si era (quizás entonces sí) un “fenómeno” lo era en cuanto implicaba «movimiento», intención de actualizar una temática empeñada en excluir zonas enteras de lo real. La poesía que escribían las mujeres usó el cuerpo femenino para conocer, no para seducir; aunque también con intención de revulsivo moral. Hablaré de esto un poco más adelante.

La tercera vez que los críticos abordaron el asunto de la poesía escrita por mujeres ya había unas cuantas ejerciendo la crítica literaria. No es indigno de mención. Eso fue cuando apareció aquella antología de Noni Benegas y Jesús Munárriz: Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española. Entonces ya surgieron algunas voces avisando de que lo señalado en el prólogo como características de la voz poética (autoral) femenina no era muy diferente de lo señalado en otra antología varios años anterior, y hoy histórica, La prueba del nueve, como definitorio de la nueva poesía, así, en general. La prueba del nueve no era una antología que abordase la cuestión femenina, y al reseñar algunas tendencias de la poesía emergente -desde una postura crítica elogiable: la búsqueda de la realidad común a través de las diferencias específicas, no de las coincidencias formales- obvió quizás en aras de un sentido de futuro que ninguna antología debe tener, valorar el peso real de la misma en sus conclusiones, por lo demás, algo confusas.

Una poesía escrita por mujeres con voluntad militante correría el riesgo de imponerse normas innecesarias, es decir: normas no esenciales (aunque tal vez necesarias para la definición del grupo, son cosas distintas). Tales normas podrían impedir una evolución que obviamente se producirá. Téngase en cuenta que reivindicar el derecho a caer en los mismos errores que el enemigo puede responder a una necesidad estratégica. Hay causas defensivas (y/o expansivas) que aconsejan según los casos cerrar filas en torno al grupo. Olvido García Valdés ya señaló hace años que a veces es necesario mostrar las armas, hacer prevalecer la existencia del colectivo cuando la política debe ser forzada a abrirle un hueco a la cultura. El grupo funciona entonces como la interfase conflictiva de un proceso de integración o normalización, tras la resolución del cual cada una tendrá que sostener la vela de su propia estética. ¿Se ha superado esa época?

Supongamos que no, o al menos que no del todo. Aún hay pocas mujeres en los jurados literarios, por ejemplo; pero, aún así, la poesía va por delante de la política como el arte va por delante de la cultura. Cuando apareció la antología de Benegas-Buenaventura los poetas llevaban ya mucho tempo leyendo a las poetas (y viceversa, supongo), anunciando (al menos fuera de los límites de la tendencia dominante) una cooperación productiva que debería alumbrar un camino hacia concepciones poéticas menos abaratadas que la entonces de moda. El “intercambio” de influencias, por llamarlo de alguna manera, fue en aumento dentro y fuera del texto. Y es que seguramente la coincidencia se estaba volviendo ambiental, es que seguramente a la sociedad le estaba ocurriendo algo que hacía que la poesía de las mujeres apareciese como un producto más sensible a los movimientos anímicos de los ciudadanos. Por supuesto el aumento del número de lectoras ha de tenerse en cuenta, pero también algo que no era sin más reflejo de ese dato: que no todo lo que caracterizaba a la poesía escrita por mujeres necesitaba leerse ya desde el hecho de que hubiera sido escrita por mujeres; que algo comenzase a hacerse visible más allá de lo reivindicativo implicaba ya un cambio en el plano del discurso culto.

Debo, confesar que no he tenido nunca demasiado claro eso de si existe o no una diferencia sustancial, grande o pequeña, entre lenguaje masculino y lenguaje femenino fuera de la que los roles de oposición conocidos pudiesen haber marcado. Esto es una digresión, lo sé, pero viene a cuento de que esta indeterminación mía no es exclusiva de los hombres. Conviene tener claro este punto. Como se sabe, la corriente crítica femenina francesa -ejemplificada por Héläne Cixous y Luce Irigaray- niega la posibilidad de definir un modo femenino de escritura, pero reivindica, sin embargo, la existencia de éste; aunque sin hacerlo dependiente de la diferencia sexual autoral. Hay un punto inquietante en el pensamiento de estas teóricas que podría llegar a parecer paradójico: se denuncian por su férrea jerarquización las oposiciones que subyacen al pensamiento occidental (activo/pasivo, cultura/naturaleza, cabeza/corazón, inteligencia/sensibilidad, hombre/mujer, etc.) y luego parece que se cae en la trampa de esas mismas oposiciones al reivindicar una escritura femenina descentrada, sensible, gozosa, imaginativa, que en el fondo parece responder a los antiguos esquemas de oposición femenino/masculino, olvidando –y eso es lo peor- que el contexto es de todos. ¿He dicho “aparentemente”? Lo he dicho porque el razonamiento que acabo de hacer podría ser una trampa. El contexto es de todos, pero no es igual para todos.

La “discusión” sólo se superará cuando apunte a quien tiene que apuntar. ¿No es cierto, desde estas consideraciones, que la mujer no tenía otro modelo de sí misma que el que la sociedad (no el poder) había diseñado para ella sin ella?, ¿que debió desmontarse antes de definirse de nuevo como una voz entre voces? De ahí la cuarta fase, la que me gustaría incorporar como nuevo elemento de reflexión, y de ahí el título de esta ya fastidiosamente larga divagación (perdonen). Reza: “La épica del yo en la poesía escrita por mujeres”. Podría haber rezado: “La “ÉTICA” del yo en la poesía escrita por mujeres”. Cito al filósofo Paolo Virno:

la producción capitalista contemporánea moviliza para su propio beneficio todas las actitudes que distinguen nuestra especie (pensamiento abstracto, lenguaje, imaginación, afecto, gusto estético, etcétera).
Desde hace quince años a esta parte, se ha dicho y repetido, según creo con buenas razones, que el posfordismo pone a trabajar la vida como tal. Fórmula simplificadora, de acuerdo; pero mantengámonos en ella, dando por descontados análisis más precisos. Ahora, si es verdad que la producción posfordista se apropia de la “vida”, es decir, del conjunto de las facultades específicamente humanas, es bastante obvio que la insubordinación en su contra apunte a estos mismos datos de hecho. A la vida incluida en la producción flexible viene contrapuesta la instancia de una “buena vida”. Y la búsqueda de la “buena vida” es, precisamente, el tema de la ética.

Hasta aquí la cita. Y en adelante una pregunta: ¿no es cierto que la mujer sabe mucho de eso que Virno llama “poner a trabajar la vida como tal”? Lo ha hecho durante miles de años y lo seguirá haciendo, me temo, durante alguna indeterminada cantidad de tiempo aún. No necesita la alienación posfordista sino que ésta no caiga sobre la suya propia. No necesita luchar por una libertad espiritual, sino, antes, por el derecho a un espíritu. Se deduce un engañoso paralelismo así que lo advertiré: no quiero ir a parar a esa tontería de que todos somos mujeres; aunque quizás podría decirlo -que todos somos mujeres para el “fascismo posmoderno”- si admito la posibilidad de diferenciar mujeres de primera y de segunda. Pero no voy a perderme ahí, sino a aferrarme al hecho de que a la mujer se le negó sistemáticamente la posibilidad de tener una ética, la ética le fue retirada, permitiéndosele sólo tener una moral, y ya sabemos de qué tipo de moral estamos hablando. Para explicar el concepto “fascismo posmoderno”, que acabo de usar, voy a volver a Paolo Virno, que dice:

Hablando de “fascismo posmoderno”, no entiendo tanto la cara feroz de los Estados y de los gobiernos, cuanto las involuciones siempre posibles al interior de la multitud. Es un concepto-límite para indicar la posibilidad negativa que convive, como un lado en sombra de la luna, con las ocasiones de libertad. Un ejemplo: el gusto por las “diferencias”, es decir, la tendencia a valorizar todo aquello que hay de único e irrepetible en la vida singular. Es justamente este gusto y esta tendencia lo que pueden invertirse quizá como una proliferación de jerarquías minuciosas, donde “diferencia” pasa a significar estar subordinado a alguien.

En ese sentido quería hablar de la épica (he dicho “épica”) del yo en la poesía escrita por mujeres. La pelea por no caer al interior de la multitud o del tópico, el derecho a construir una ética, una conciencia crítica, pero antes simplemente “distinta” en un mundo que trata de igualar nuestras vidas como simple fuerza de trabajo. Aquí, nuevamente, la poesía escrita por mujeres se mostró pegada a la realidad, nada ajena a movimientos globalizadores que nos afectaban a todos. No se trataba de “una lucha dentro de otra” (algo a lo que las mujeres están acostumbradas desde que los partidos políticos comenzaron a insistir en que sus reivindicaciones debían ser parte de un itinerario mayor, debían ser “tuteladas”), sino de liderar, desde la escritura poética, una necesidad general. Cualidad cooperativa (no compasiva) –y ya de por sí pública– que no escapa al hecho femenino, pero que desde luego no se queda en él. La capacidad de la poesía de Olvido García Valdés para implicarnos en su propuesta de cercanía, de percepción comprometida con la identidad e intimidad de cada objeto tocado más allá de su utilidad. La unicidad que ofrece la capacidad perturbadora, agitadora casi, de su nostalgia en la construcción del personaje de Concha García, su estar en el mundo para no huir de nada, su autocrítica y su búsqueda de un lenguaje absolutamente propio; o el escepticismo del fraseo de Balbina Prior elevándose sobre los peligros de sus asuntos, son ejemplo (y no quiero extender más la nómina ejemplar, y podría, créanme: desde Ada Salas o Chantal Maillard a Esperanza López-Parada o Eli Telertxipi…) de que esta cuarta fase en la escritura poética de las mujeres impone una consideración distinta: hay algunas autoras de maestría superior entre las poetas españolas, hay calidad suficiente como para que se de un trasvase de influencias y que algunas de ellas iluminen con el derecho de cualquier clásico moderno la obra de los más jóvenes. Entonces, poco a poco, ¿devendrá en característica común lo que (a veces en un alarde de facilismo crítico que habría que revisar) se tenía por privativo de una estética femenina?

Divago: El libro de poemas, incluso la suma de los libros de poemas, aparecen ahora como un verdadero “relato de vida”. Quizás sea la poesía, en los tiempos del hombre moderno (fragmentado, confuso, desanclado) la única capaz de abordar ese relato que es, al mismo tiempo, su construcción. Desaparece el poema cerrado y se asume un tiempo no masculino, una crónica fragmentada, tal vez necesariamente fragmentada, no lineal. ¿Es este un logro de la poesía escrita por mujeres? No en exclusiva, pero es la poesía escrita por mujeres (en la medida en que estas reivindicaban en efecto la posesión de una propia conciencia y de una conciencia pública propia, no reflejada) la que ha dotado a eso que he llamado “el relato de vida” de una motivación estética e intelectual de la que o bien carecían o bien no eran conscientes los intentos masculinos. ¿Por qué? Pues muy posiblemente lo que para el hombre escritor era una elección formal, para la mujer escritora era la única manera de informar consecuentemente un esfuerzo tan personal y solitario como épico. Y por eso es, ha sido (creo, en nuestro país) la poesía escrita por mujeres la que finalmente nos ha dicho lo que alguno sospechaba y la mayoría no quería entender: que la épica del siglo XXI será la construcción de una lírica a prueba de manipulaciones, la construcción de un yo redefinido desde la vida como defensa, arma, diálogo profundo. La poesía no lo resuelve todo, pero la alienación no se disuelve sola.

Como ven, de aquellos dos desenlaces posibles que le veía yo a esta aventura de hablar de la poesía de las mujeres, he optado por fingir contribuir a un penúltimo capítulo del primero, pero he caído enseguida en el segundo y, como sospechaba, me he metido en un lío. Disculpen.