Si hay una figura que pueda representarnos: lo que somos y lo que son los otros. Pero sobre todo, si alguien supo de esa absurda ley de hipocresía que embrutece a una sociedad en nombre de su propio civismo, ese sigue sigue siendo, desde hace ya más de un siglo, el caballero irlandés, novelista, dramaturgo y poeta, Oscar Wilde (1854-1900). Yeats, generoso, lo vio como a un hombre del renacimiento. Nadie lo vio como fuera: un revolucionario, un visionario, un producto de la misma época que lo ensalzó, lo juzgo, lo condenó y lo volvió a ensalzar: un medio.
Sin embargo, hasta nosotros han llegado sus obras de un modo a menudo sesgado. Aquellas ineludibles, como el Retrato de Dorian Gray (1890) que fascinó a Mallarmé, o aquellas exigidas por la morbosa solicitud de quienes jamás podrán ya imitarle más allá de lo que las actuales películas de efectos especiales imitan la gran magia que encandiló a los espectadores de los primeros años del cinematógrafo, como todos y cada uno de los amores imitan a ese que era nuestro, que nos salvó de la muerte, sólo para entregarnos a la repetición, al cinismo, a la sonrisa falsa y fasta del encausado. Irrepetible (una palabra que un siglo necesita repetir dos o tras veces si no quiere sumirse en la oscuridad).
Lo que tenemos aquí es un producto no solicitado. Ni teatro, ni novela, ni íntima y lacerante confesión de un réprobo redimido. Lo que tenemos aquí es su poesía, no a Wilde. Es decir, la poesía de un hombre que vivió más muertes que ninguno, que las vivió por amor y por celos, por envidia y por ambición , por triunfo y por ignorancia. Resulta curioso que sea precisamente en el dolor cuando Orcar Wilde se entrega a la poesía, lo señala acertadamente Mª Ángeles Cabré en el prólogo a esta edición que nos ocupa, o quizás no tanto.
“Hubo un tiempo en que yo estaba muerto y tú me resucitaste. Qué voy a hacer sino llorar?” Hay que saber la historia de Wilde para poner esta frase al nivel de métáfora del mundo. No, hay simplemente que ser realista. Lo que la frase ilumina es experiencia de todos.
Vivir hasta el suicidio. O Wilde desde la simple asunción de lo que lo hace envidiable. Una poesía en la que el lector más desconfiado encontrará sorpresas de las que aprenderse (sic), soluciones a lo que nos pasa “bajo el velo del pan y del vino”. Un material extenso que no termina en La balada de la cárcel de Reading (1898), con la que el autor obtuvo su último, tardío y menos relativo que fugaz éxito cuando ya vivía en Francia, a punto de morir en París, arruinado y enfermo y ocultando tras un seudónimo, la vergüenza de su ser sólo para sí mismo (verdadera condena), sino que dice y sabe de la importancia del “melocotón…” –que se extiende como debe extenderse la mano del poeta– “…que enrojece sólo por el sur”, y del significado del mirto, y de cómo las culpas de este juez que nos juzga son siempre siete contra una.
La voz de la envidia le pareció a Wilde demasiado delgada, gran error. El espejo le daba la razón y al tiempo (al mismo tiempo, como siempre, porque es virtud de espejo semejante traición) vigilaba cada uno de sus movimientos en espera del oído apropiado. Luego hubo de pasar revista a ese lo que fue, repensarse como tiempo pasado: un privilegio (visto desde ese lector que puede sufrir su sufrimiento propio, que ya no teme por Wilde, redentor de tantos). También se oculta eso en sus poemas. El propio juicio, la revisión de una vida que el pasado hace falsa y el recuerdo se niega a reprochar. Amor sobre los cantados viajes mediterráneos, bajo los agridulces recuerdos de lo perdido tras, con, por lo ganado.
Es terrible este libro, terrible e importante (bien traducido, prologado con gusto y con mesura, se han de decir estas cosas): muestra que lo que es para uno la vejez, la caída (esa Esfinge que observa desde lo oscuro, sin decir nada, creando sólo sombras del pensamiento, convocando recuerdos consoladores y tristezas sin importancia), para el otro (el perdido, que es eco y tacto y sal de esa caracola de la juventud) no es más que un canto que recuerda agradable sin ser capaz de reproducir en su memoria. De eso quiere hablar Wilde, y escribe su poesía desde esa madurez porque si hubiese escrito su poesía antes hoy sería un mediocre, sentado o no sobre el mármol de los viejos bardos a los que siempre estamos deseando recuperar, pero mediocre. Tuvo el buen gusto de morir de éstas líneas.
Y ahí está la Balada… tampoco puede negarse. El “epílogo” (Mª Ángeles Cabré, que también recuerda que el autor dijo un día “no todo aquel que dice “ya, ya” entrará en el mundo del Arte”, nos lo recuerda) imposible de una vida elevada hasta la caída.
Como el resto, poesía narrativa, avance, desarrollo, crecimiento de una acción que es (sin embargo) un avance emotivo, puramente emotivo: relato de la prueba, puramente poesía inventando el relato como lo hiciese ya en sus orígenes. Todo el dolor en un pequeño gesto, atrapado en un son. Todo el dolor en el gesto menos significativo del reo: su culpa insignificante, única. Ser para el deseo como la fe es para la vida, su vida; conocimiento: no pelear contra eso.