Falso movimiento, es uno de esos libros que avanza ante nosotros (hacia nosotros) sabedores de que se contienen a sí mismos, y lo hace con una naturalidad que (como el movimiento de las manos en uno de sus poemas) se diría producto de un saber natural. Y es que Falso movimiento sucede en el contexto de la poesía española más actual con una independencia inusitada. Lo que cabía esperar tan sólo hasta cierto punto de quien es, finalmente, uno de nuestros más rigurosos críticos; de quien legítimamente, por tanto, podía haberse dejado perturbar por cuestiones que -sin embargo- no rozan en absoluto el gesto, la voz, que en este libro se evoca.
Miguel Casado (Valladolid, 1954), nos invita a una mirada sobre lo real, “sin idealizarlo ni trascenderlo” (según él mismo -suponemos- nos advierte en la nota de solapa), que termina por constituirse -sin contradicción, ¿sin trampa?- en un peligroso ejercicio. Pero veamos cómo.
El libro se divide en tres partes, dos de las cuales (al menos) se dirían «garantizadas» por el autor, es decir protagonizadas no por un sujeto poético más o menos asociado con el autor, sino por el autor mismo: Miguel Casado. Desde ese punto de vista he de decir que creo que se confunde quien intente ver en estos poemas metáforas o correlatos de asuntos, inquietudes o perplejidades que quedarían fuera del campo visual (lectura, por otra parte, perfectamente posible). Creo que los poemas narran lo que dicen narrar, sin más. Sólo la última parte, marcada por la referencia a Andreas Baader al comienzo de la misma, parece transcurrir del otro lado de lo verificable, siendo su primera persona asumida, pero no garantizada por el que escribe. Se trata de un efecto provocado por la aparición del fundador de la Fracción del Ejército Rojo, quizás por nada más; pero eso es suficiente para que, con él, en cualquier caso, planee sobre el libro una palabra, resistencia, que hace tambalearse la privacidad en la que nos movíamos.
De hecho, sólo cuando uno vuelve a leer, casi al comienzo, “sólo el frío / punza cada vez más, como exigiendo / alguna modificación, pues hemos dejado de sentirnos seguros”, cuando es enviado desde la página 11 a la 45 a través del gorgoteo de un grifo, comienza (uno) a temerse que las cosas no son tan fáciles como pensaba. Pero hasta ese momento, el lector no dudará ni un instante de que lo que el poeta quiere compartir con nosotros no es como sí sino eso mismo, exactamente eso mismo. No se trata de palabras dando un rodeo, señalando el lugar de un vacío en el lenguaje, no. Se trata de un lenguaje exacto, dando cuenta de un sentimiento que es así y no de otra manera, real como “un peso / levantado en vilo”. Pero vayamos paso a paso.
Aún en la primera sección el lector (que es quien da volumen, sí, a esa inquietud que al cabo marca el libro) puede llegar a sospechar que esa casa sobre el río sea una metáfora del hombre. Y lo es. Pero lo es como puede serlo toda casa sobre un río, después de ser una casa sobre un río. En IV, la casa -con sus diversas horas de luz y sus distintas orientaciones ¿se vuelve correlato de sentimientos o es el sentimiento mismo, sólido, habitable?. Toda la sección transcurre en el interior: “Todo arde / tanto bajo el sol que sólo dentro / encuentra límite”, y también “Acaricio las paredes del milagro, / la construcción del deseo”. Avanzamos huyendo de las recurrencias rítmicas, de los modelos formales: hacer tal cosa a estas alturas sólo puede ser significativo, nunca arbitrario. Pone de manifiesto una naturaleza sólida, no puramente sensorial. Se trata de otra cadencia; quizá ensayada con anterioridad en otros libros pero lograda aquí, en este ambiente entre interior y urbano, su máxima eficacia. Sirve por cierto a un tono general de desmenuzamiento, a un efecto de proximidad máxima, con gran exactitud: más allá de las virtudes propias del monólogo interior. Sirve para que la sintamos: la casa.
La casa está habitada. Sus personajes cobran toda su densidad y autonomía en esta segunda parte (un poco mezclados, borrosos aún en la primera, indiferenciados en un plural cálido y también algo inquietante). Y el primero de los poemas nos presenta al propietario de la voz que nos ha estado hablando. Se diría que hablándose a sí mismo. Vemos su figura reflejada en un cristal, y él mismo se describe después. Su parecido con Miguel Casado es sólo comparable a su parecido con Andreas Baader.
Pero eso no es lo más importante, aún. El poema es soberbio, oímos esa voz que se sorprende de ser “sólo así, como soy ahora”, y cuya memoria, como la nuestra “es débil” pero suficiente para dotarlo de argumento. El hombre es eso, uno de una sucesión de fragmentos reconocidos, el más duradero y, decididamente, el más minuciosamente seleccionado de entre los que la realidad nos impone. Sorprende ser, sin embargo, sólo el último o, mejor dicho, no haber sido siempre el último. El siguiente poema nos reafirma en la opinión, ya expresada, de que es el propio Miguel Casado quien nos habla: nos muestra a los chavales por los pasillos de un colegio, “apiñados en pupitres”, y al profesor que, en primera persona, asegura que “a veces” habla del monólogo interior con ironía, mientras, “alguien hoy se ha teñido el pelo o abandona / un silencio de meses; alguien / se olvida de mí y contempla la lluvia…” La mujer aparece en el siguiente poema y desde ese momento el diálogo será incesante. Con ella surge el “otro modo de mirar”. En la relectura vuelve a asaltarnos la sospecha de una punzada firme, de un tejido del callar que se va consolidando bajo este hilo del habla. Imposible no poner en relación esta pareja con ese «nos» que, en las últimas líneas del libro, especula “con ignorancia / sobre los trabajos en la vid”.
Lo privado se vuelve casi subversivo mientras avanzamos en la lectura. La impostura se vuelve cada vez más clara: “Pasó y lo evoco” nos dice el narrador, simplemente. Y una vez que no dudamos ya de que sea realmente así ¿no estaremos siendo seducidos, conducidos a ese camión de las últimas líneas sin darnos cuenta, invitados a una resistencia que está en el gesto, en la no aceptación de esa otra realidad inventada que (se supone) debiéramos leer fuera de campo, más allá de los márgenes?. “Pasó y lo evoco”, así se define el poema. Evocación que pone en movimiento una normalidad constituida en belleza, dignificada en gesto solidario. Lo que Miguel Casado sabe, como lo sabe el lector al acabar la segunda o tercera lectura es que el artificio siempre se salva, que la definición se invierte forzosamente para elevar las palabras a la categoría de construcción mental: Lo evoco y pasó. Y así, realmente es hacia dentro hacia donde el libro se extiende, no hacia afuera: “No persigo ningún modelo / en las estrellas, porque lo tengo aquí; / nada como esta erupción de vida / me afirma tanto en la materia…” Y lo hace con un movimiento que también es real, que también es asumido por la realidad como parte de sus recursos: “Como podría hacerse en un poema, giras sin previo aviso desde el frío / hasta un roce suave…” Este es, por cierto, el único poema (p.32) donde, al final, parece hacerse una concesión a lo emotivo esperado, a lo más obvio; pero lo que parece una debilidad se torna casi necesario en contraste con el poema que sigue: “Libros / se dispersan por la cama, / por el suelo…” Cierta normalidad, cierta deseable sencillez se torna perturbadora, tanto como el sereno transcurrir de ese yo final al que se ha colocado bajo la advocación de Baader, pero no traiciona el comportamiento del resto del libro: el monólogo interior monta y desmonta lo verificable, busca lo real entre lo evocado y construye, con ello, su sí mismo.
No es sólo eso. Lo privado significa aquí, vale por, el último reducto de la tradición humanista. En libro, así, se vuelve existencial. La palabra adquiere un nuevo valor en su adelgazamiento privado, en su falta de pretensión pública recupera su dimensión poética. El falso movimiento pone de manifiesto el aquí y el ahora reivindicándolos como espacio propio, no usurpado por el poder; y no convierte lo tocado en “alguna otra cosa”, no lo inviste de carácter sagrado, de sentido, simplemente lo torna visible. “Pasó y lo evoco”.
El libro dejará perplejos a muchos lectores. Pero si nos preguntamos por su promesa, si nos preguntamos si lo que anunciaba se encuentra realmente en él, hemos de admitir que la cumple como pocos. Y lo hace hasta tal punto que nos obliga a relegar cualquier consideración sobre su verdad o su falsedad, sobre la identidad de su garante, sobre la ficción o realidad de la voz que lo dice: nos impone el sentido de la experiencia como cosa real y, así, le damos crédito.
Ese, creo, es su mayor mérito: cumple el requisito que Coleridge pedía a todo buen (verdadero) poema: “nada puede complacer permanentemente a no ser que en sí mismo contenga la razón por la cual es así, y no de otra manera”. Falso movimiento lo hace: capaz de implicar al lector en el compromiso de mirar, más allá de lo cotidiano, el material del que hacemos nuestros gestos. Mirada acción, el libro posee eso que sólo los productos estéticos no solicitados pueden ofrecernos: es necesario.