Mario Luzi (Sesto Fiorentino, 1914–Florencia, 2005) es uno de esos poetas a los que la crítica no ha dejado de elogiar pero que, por algún motivo, no acaban de encontrar el reconocimiento al que otros acceden con menos méritos. Fue también autor de teatro y ensayista. Hasta el año 1998, y salvo algunos poemas traducidos aquí y allá, su obra permanecía inédita en nuestro país, de modo que esta antología responsabilidad de Pedro Luis Ladrón de Guevara, fue, hasta 2010, en que apareció la traducción de Coral García del libro Desde el fondo del campo, lo único que teníamos de un poeta al que vale la pena conocer mejor.
Luzi es un poeta de raras constancia y coherencia (una coherencia que no dejará, por cierto, de hacerlo menos «amable» que otros a lectores no acostumbrados a la poesía): el fluir de la vida, la presencia de una naturaleza a un tiempo movediza y consistente, como el amor (real, como todo lo que el poeta observa) que los enamorados se infligen o se prometen sin poder ofrecerse más que el consuelo de permanecer, la percepción de la madurez como una pérdida oscura (“formas sin nombre / en la noche pesada oscilante sobre tu corazón”), pero también premonitoria de un sentido que trasciende la muerte, son ideas que atraviesan toda su obra bajo un discurso que extrae lo abstracto de lo cotidiano, que sabe plantearle a la vida diaria (donde no sólo lo pequeño habita, sino también la guerra, o la política) un puñado de grandes preguntas existenciales.
La historia de una vida en la que lo vivido y la historia (la frágil historia humana, no la de los libros) se hacen abismo o futuro, hilo que el poeta contempla a un tiempo con veneración y con temor, como si en su final una presencia hecha de muchas vidas (vividas unas, otras aún por vivir) nos vigilase desde la niebla:
ardía en el espacio de tus sentidos?
No se trata en puridad de una poesía religiosa, no podríamos llamarla así, pero el flujo que la recorre está marcado por una profunda creencia en una razón superior.
Y ahí Luzi comparte con los místicos su desprecio por las imágenes demasiado elaboradas, y su persecución del instante, del momento de comprensión inexplicable (“pronto el ojo ya no sirve, queda / el conocimiento por ardor o la oscuridad”) del que sólo la paráfrasis puede dar cuenta cierta. Un instante que está en el día a día de nuestra vida, que nos devuelve lo que tenemos, de repente, o viene hacia nosotros desde el amor de otro. “Mi pena”, dice Luzi, “es durar más allá de este instante”. Como en la poesía de otro formidable poeta, Claudio Rodríguez (con el que Luzi comparte más de un presupuesto, a pesar de lo radicalmente distinto de sus formulaciones), ese instante se torna lo añorado, lo perseguido, da sentido a una vida que se percibe como una larga pregunta entre brillos de la emoción, pero también como un cambiar constante que hace que verdad y recuerdo se confundan, se mezclen en una fidelidad sin tregua a “nuestra vida y basta”.
En esa doble percepción de la vida como lugar de todas las preguntas, pero también como respuesta absoluta, la palabra desea volverse claridad, conocimiento antes que comunicación. Luzi entiende la poesía como un acercamiento al misterio, no como simple transmisión del suceso emotivo. Por lo mismo, su poesía no es transparente (alguna vez he escrito que la transparencia es la más sutil de las veladuras, que nos separa del objeto que sólo la claridad nos entrega desde lo oscuro), pero es fulguración, acceso a una intuición que de inmediato se hará, mutatis mutandis, nuestra…
palabra, crece en profundidad,
toca nadir y cenit de tu significación, ya que a veces lo puedes -sueño que la cosa [exclamas
en la oscuridad de la mente-
sin embargo no te separes
de mí, no llegues,
te lo ruego, a esa celestial cita
sola, sin el calor mío
o al menos mi recuerdo, sé
luz, no deshabitada transparencia…
El poema se torna testigo de un diálogo entre la cosa y su alma (la palabra), entre el sufrimiento del poeta y la suya (su palabra). La convicción de que su palabra acabará por alcanzar a la palabra es lo que hace a Luzi permanecer en esa fidelidad a la poesía que llegó a sentir amenazada por el desacuerdo de la modernidad.
Un libro necesario, pues, que además nos permite advertir la lenta evolución del poeta hacia una poesía última más decantada, más sabia sin duda, donde al final la pregunta es lo que no debe responderse, es el pretexto (sólo) para seguir camino hacia el conocimiento en (sic) el mundo, donde la muerte (y es preciso un recuerdo aquí para Gorostiza y aquel magnífico poema cuyo título he tomado prestado para este artículo) es “única majestad”, garante de la vida: ese ritmo.
Nota: Como he dicho, Coral García es responsable de la traducción (más que acertada, pero también de una magnífica introducción al texto y al poeta que orientará mejor que este crítico al lector interesado) que en 2010, con posterioridad por tanto a la primera redacción de este artículo (ABC Cultural, 8 de mayo de 1999, vivo aún Luzi) la Fundación Ortega Muñoz publicó, en colección dirigida por Jordi Doce y Álvaro Valverde, del libro Desde el fondo del campo (1965), que contiene poemas escritos entre 1956 y 1960.