Lars Gustafsson: La tarde de un solador

Piedra entre piedras


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– Traducción de Jesús Pardo.
Muchnik Editores. Barcelona, 1996.

El novelista sueco Lars Gustafsson es (debería ser) suficientemente conocido por el lector español. De hecho Muchnick Editores comenzó a publicar en nuestro país su pentalogía Las grietas en el muro en los años 80′. Compuesta por El señor Gustafsson en persona (1971), Olor a lana (1973), Fiesta familiar (1975), Segismundo y Muerte de un apicultor (1978), aquella serie valió a Gustafsson, en nuestro país, el reconocimiento de un público en principio nada cercano a su universo de referencias. Al éxito se sumó también la editorial Versal, publicando Música fúnebre para masones y El tercer enroque de Bernard Foy, originales de 1983 y 1986 respectivamente.

Gustafsson se caracteriza por su facilidad para incluir lo insólito en lo cotidiano, lo imaginario en lo inevitable de modo que el lector perciba el resultado como real. Diferentes enfoques, variaciones de punto de vista, saltos temporales, construyen a lo largo de su obra una imagen de realidad -fragmentaria, en ocasiones caótica, y siempre componiéndose y recomponiéndose desde sus sucesivas promesas, desde sus sucesivos segmentos narrativos- que devuelve al lector el reflejo de su propia perplejidad, de su propio esfuerzo por constituirse en relato de una conciencia habitante del mundo moderno.

Y así es, igualmente, en La tarde de un solador (1991), por más que aquí no precise su autor de recurrir a catástrofes cuidadosamente ocultadas o a soledades no por actuales menos lindantes con algún regio pasado barroco. No, le basta a Gustafsson, esta, vez, una llamada telefónica.

Torten Bergman, un personaje corriente, como conocemos tantos, un solador de Uppsala, en paro, decide aceptar la chapuza que un viejo conocido le ofrece. Lo que ocurre después no es más que un retrato de la cotidianidad más anodina a finales de la década de los ochenta, es decir: esa que hay se constituye lentamente en único modo de vida y que hoy como ayer deja de serlo gracias a nuestro perpetuo esfuerzo por construirnos un mundo a la medida de expectativas que tal vez, sólo tal vez, tampoco nos pertenezcan. Así, la realidad y el deseo se alían para convertir una jornada como otra cualquiera en algo que contar.

Claro que lo que hay que contar aquí no es verdaderamente nada que no pueda ser aplicado a cualquier ser humano, a cualquier época. Lo que esta novela cuenta es sencillamente como la expectativa misma, el deseo inculcado o adquirido, nos empuja a vivir un trabajo sin término ni objeto (la vida) como una empresa necesaria y, aún, inevitable. Las interpretaciones podrían ser muchas. Podría hablarse de alienación, o de cómo la sociedad moderna crea en nuestro inconsciente los fantasmas propicios a su mantenimiento, o de la precariedad de eso que llamamos “nuestro mundo” y que bien puede, como en este caso, verse amenazado desde dentro, desde nuestra propia percepción inadvertida o accidentalmente trocada.

No importa, porque lo que en el fondo Gustafsson nos descubre con una novela por lo demás sencilla, casi sorprendente en su aparente falta de pretensiones, es que no es preciso que las cosas ocurran en lo dramático o en lo imperecedero; que nuestra vida pasa ante nosotros diariamente, queramos o no, de la mano de mínimas variaciones en las que afloran nuestras frustraciones y nuestros miedos, pero también nuestra utilidad, nuestra existencia necesaria en cuanto portadores de un deseo de sentido que, finalmente, nos identifica en un mundo en el que hemos perdido hace tiempo los anclajes con sistemas concretos, con realidades tangibles e inmóviles. Desde ese planteamiento, Gustafsson da una lección de puesta en escena y de comprensión: construye una conciencia que es como esas piedras firmadas por el artista oriental y cuya única condición era la de no diferenciarse, la de no presentar singularidad alguna que la hiciese distinta de otras piedras. Pura metáfora, ni más ni menos.