En su prólogo a la antología de Jules Laforgue (Montevideo, 1860-París 1887), publicada en la ya mítica “Selecciones de poesía universal”, de Plaza & Janés, en 1975, Manuel Álvarez Ortega recordaba que Théodor de Wyzewa habría tenido sin duda razón al afirmar de su amigo Laforgue que había sido el único poeta de su generación que había demostrado tener verdadero genio, si no fuera porque en “su generación” escribían autores como Mallarmé, Verlaine y Rimbaud.
Sin embargo la influencia de Laforgue ha sido notada por poetas de la talla de Elliot, Pound, Crane, Michaux… Se trata, no es exageración, de un maestro. Y si es posible que no llegue a la altura (digamos representatividad) de algunos de sus coetáneos no lo es menos que la suya es una de esas obras inspiradoras, que mueven a escritura: rica en sugerencias, soluciones apreciables e ideas originales.
El traductor de El sollozo de la tierra, Luis Martínez de Merlo (que en un par de ocasiones se arriesga quizá más de lo preciso, pero que siempre consigue transmitirnos lo importante de forma irreprochable), advierte en su presentación que no son éstos los poemas que impresionaron tanto a otros grandes poetas, y es cierto: se trata de los primeros poemas de Laforgue, una colección que nunca se animó a publicar en vida, pero que nunca dejó de corregir y retocar. Son textos tamizados por un decadentismo del que no acaban de desprenderse a pesar de ese proceso de reescritura, pero que al mismo tiempo trasmiten ya todos los síntomas de la poesía posterior del poeta.
Su comportamiento está muy lejos de ser el del joven Rimbaud (fue más bien un hombre tímido), pero a ratos parece compartir con él algo más que una época asombrada por sus excesos y ensombrecida por sus fiebres (y que muy probablemente pertenezca a la angustia del adolescente que enfrenta el mundo desde deseos que le arrebatan, y con una honestidad que de una forma u otra llega incluso a ponerle en riesgo): “¡Haber juzgado al cielo! Y marcharse sin ruido”, dice en “Estupor”. El poema termina:
Yo me iré a vivir lejos, solo, en alguna selva,
de África, bestia bruta, sometida la carne,
olvidaré el cerebro que me hicieron los siglos.
El clima de la sofisticada miseria de un París bullicioso y perturbador, su ignorancia del tiempo que lleva hacia la muerte, su esplín, muestran al poeta el mundo como un grano de polvo condenado al olvido. Hombres y mujeres no son entonces sino tristes y grotescas marionetas de sus propias pasiones: prostitutas, obreros, borrachos, poetas… todo podría resultar hoy demasiado tópico, demasiado fin de siglo, demasiado poético y hasta demasiado francés; y sin embargo esa mezcla de dioses, arte, miseria y fango que el joven Laforgue mira con rabia baudelaireana, mientras su espíritu enloquece ante un amor sin objeto, llega aún al lector, desde estas páginas, con sorprendente, con estimulante realidad.
ABC Cultural. 24 de junio de 2000