Juan Larrea: Versión celeste

Entre el paisaje y su golpe de vista


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– Edición de Miguel Nieto
Cátedra. Col. Letras Hispánicas. Madrid, 1989, 355 págs.

Se ha cumplido ya sobradamente el medio siglo desde aquella primera edición castellana de Versión celeste, y un poco más desde que apareciese la edición italiana, que fue la primera. Ambas eran hermosas, la de Einaudi con su extraña escritura manuscrita en portada, la española con sus manos rojas. Una y otra reproduciendo signos cuyo significado era a un tiempo evidente y desconocido. Ésta que hojeo ahora sigue pautas menos originales, más económicas. Reapareció la Versión celeste y, sin embargo, demasiado ocupados en nuestras pequeñas miserias nos quitamos de encima la responsabilidad redactando unas líneas entre la información y el pasmo, algo que hoy es habitual, pero que entonces no lo era tanto.

Ahora releo la edición de Cátedra. Me siento tan a gusto en los predios de este Juan Larrea (Bilbao, 1895 – Córdoba, Argentina, 1980) que ni siquiera soy capaz de envidiarlo, me siento tan a gusto con él (en paz) que lo leo como si no existiera más que cualquier otra parte del mundo. Pero lo leo con cierto miedo (reverencial, aún), por eso puedo hablar de él sin temor a parecer vestido de cordero, excesivamente entregado, como se habla de alguien de la familia. Una lectura provechosa otorga siempre esa intimidad.

Recuerdo que leyendo aquel libro (que me costó 100 pesetas cuando tenía yo catorce o quince años) tuve por primera vez conciencia de lo perseguido. Me gustaría poder leerlo ahora sin la nostalgia de lo no alcanzado. Otra vez. Imaginar el libro recién nacido.

No sé si alguien ha insinuado del autor de la Versión… lo que Maiakovsky dijo de Velemir Jlébnicov (1885–1922): “no es un poeta para el consumidor, es un poeta para los productores”, podría ser, y desde luego la tentación de suponer que hay que conocer la textura y densidad, la elevada temperatura y la fría combinatoria de ciertos materiales literarios para disfrutar realmente de la intención de Larrea no es manca; pero lo cierto es que basta con dejarse llevar.

Lo primero que advierto es que no es exactamente “surrealismo” lo que alienta en versos como «Tienes la manera más bella de seguir el ejemplo de los ríos / entre las pérdidas del cielo y el egoísmo de las islas». Lo era para los comentaristas de los años setenta, que tenían la experiencia de lo posterior. Lo posterior a Larrea ha crecido en Larrea. No. El surrealismo de Larrea brilla en deslices como “dinamita de reloj” desde un resabio ultraísta. No es su mejor lado, es su lado rezagado, su parte antigua. Pero he ahí versos como «Yo mantengo el silencio como un mapa de Oceanía». ¡Qué magnífico verso desperdiciado por todos los adoradores del silencio! Qué exacto ese mantener, que está entre sostener y alimentar, lejos del más moderno y pretencioso desplegar, que también habría sido posible. Y el mapa, punteado de pequeñas islas, puntos hacia los que dirigir la mirada desde la inmensidad del viaje: silencio. Aunque no pueda ser enunciado fuera de esa belleza, el significado de ese verso roza la filosofía de los lenguajes. Nada veo automático en él. Creacionismo, sí. Un obligar a pensar a las palabras (“piensan ellas” dijo un día Antonio Gamoneda, consciente de la trampa tras la aparente paradoja). Señala, además, un brillo del afán verdadero de Larrea, lo que él mismo llamó la allendidad: en ella terminó por instalarse, en ella, en su silencio.

Aquí brilla la osadía, el momento de la comunicación congelado en entusiasmo, detenido frente a su propio afán totalizador, apabullado por el deslumbramiento del conocer. Por eso su universo semántico es a un tiempo singular y endiabladamente comunicador (hay algunas imágenes en Larrea cuya exactitud difícilmente podrá ser superada).

En los primeros poemas, marcados por el agua, por la lluvia, se detecta aún el impulso visual ultraísta, poesía constatadora de enigmas, decidida a trascender los límites de la tendencia, a rodear el terreno de lo indecible. Logrado hasta la perfección en «Estanque». Todo líquido, fluido en su interior y extremadamente viscoso en su exterior, líquido sin embargo lo uno y lo otro: como el agua y el vidrio. El poeta se encuentra en «Razón» con esa sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, se coloca en la infinitud y en la pequeñez, ha encontrado el oficio y, con él, la humildad.

Yo diría que aquí termina el prólogo, que tuvo su momento singular en el intento de síntesis inaugural de «Cosmopolitano», y que uno entra de lleno en la Versión… desde «Afueras periódicas», poema que va seguido de «El mar en persona» y que contiene este verso donde, si hay de verdad una destinataria, es la palabra misma (ni siquiera la amada tradicional cuya lectura implícita reclaman tantos aparentes soliloquios):

sin ir más lejos
tú eres fría como el hacha que derriba el silencio
en la lucha entre el paisaje y su golpe de vista

La verdad guiña tras ese “como” tan prescindible: una chispa que salta entre el ojo y el agua rompe la mirada, hace de ella un mensaje. Todavía, alguna línea («Ocupado»: «22 de enero marcan las hojas de una luna crecida / a la orilla de un ciego moderado de cisnes»), persiste en resolverse desde la pura evocación visual (aquí todo ha partido de la fecha de marras), el recurso no obstante, el juego, se ajusta a sucesión: sonido. Las palabras se eligen con otro cuidado.

Larrea hace suyos los recursos de la expresión poética más reciente, puede que invente algunos, todavía se puede aprender en él. De la simple inversión, de esa pequeña violencia de palabras obtiene una reordenación de ideas que estalla en sentidos inesperados, mueve a resplandor. Y leemos cosas como: «yo me siento invadido por un principio de sendero» o la más increíble «La mayor parte del sol ilumina mi sombrero». Hay que comprender, en primer lugar, que en este acto de re-situar al ser humano, en este cambio de punto de vista (donde la mayor parte del sol es posible) que se resuelve en imágenes, hay, sin embargo, un intento de ensanchar los límites de la realidad; pero eso no nos emociona, lo que nos emociona es que el intento funciona. Entonces se nos llena el pecho y el aire, en su interior, se prepara a saltar sobre su presa espiritual. Es decir: subversión. Malos tiempos por eso estos, neoconservadores, para el osado Larrea.

¡Un principio de sendero! Cuánta razón. No se pierde este acceso de éxtasis en conjeturas, sino que viene a grandes pasos. Leo: «No ser más que una brizna de tierra pero mezclada a la caza», casi lamento que la frase continúe «de los gamos», etc. La primera lección, sencilla, es que existe una duplicidad de sentidos. El sentido del verso no es siempre el sentido de la frase. El sentido del poema nace de ambos, de su fricción, más o menos suave, más o menos violenta.

Una debilidad por la luz se llama el poema y es uno de los más hermosos que recuerdo:

La noche cae en abundancia
reflexionemos pues como pájaros de lentitud

Los ángeles han muerto, ahogados en agua bendita, y el poeta le pide a un Dios sutilísimo («suavemente tienes como plumeros sobre los muebles del silencio») al que sitúa con exactitud escalofriante que contrate a los hombres como aves de corral. Es uno de los muchos que el poeta escribió en francés (empujado sin duda por Huidobro) y la traducción es de Gerardo Diego. ¿Por qué ya no se lee a Gerardo Diego? Pero me doy cuenta de que no puedo seguir. No basta. Llego a «Diente por diente» y me sorprendo con esa afirmación rotunda, enunciada desde arriba: «En el país de la risa la ceniza precede al fuego». Larrea entra desde aquí en el terreno de la prosa. Rompe el verso, sala su estilo y lo entierra. Hay cosas que no leemos ya, ocupados como estamos en nuestros ábacos, nuestros diccionarios inversos y la poca sapiencia que nos da para doctorarnos. Larrea aquí se está volviendo místico. La altura cae de él a borbotones.

José Ángel Valente me dijo en cierta ocasión que las mismas experiencias llevan a la misma simbolización. De ahí el parecido entre la mística de San Juan y la árabe (sin influencia demostrable entre sí). Esto que sigue, viene sin duda de una de esas experiencias que llevan a la convergencia de los símbolos: «tu desnudez pone en libertad a un número indefinido de pájaros». Está en un poema llamado «Signos de ansiedad».

Para Larrea el arte era un problema de generosidad: todo aquel que no se sienta velludo y poblado de sí mismo, carne de animal y valor de intemperie, debe dar media vuelta hacia el silencio. Actúa con espíritu científico, desentrañando la pugna entre sensibilidad e inteligencia, exigiendo más y más de las potencias proveedoras. Estoy leyendo su «Presupuesto vital». Dice: «Sin claridad no existe el artista». Pocos la buscaron como él. Pocos, hoy que se lleva tanto la poesía “que se entiende”, fueron tan claros como él. Él escribía por autoestima. De ahí la paz de espíritu que se desprende de este otro inalcanzable poema que es «O de océano» y que comienza:

Antonio
los barcos cargan y descargan como los ojos de los testigos
pero todavía estoy lejos de odiar el boxeo
lejos de la vida
lejos de la muerte

Eso era la allendidad: estar tranquilo sin vestirse de cordero.

No puedo, me pasa lo que a Bergamín, que, hablando de Larrea, citaba aquella opinión de Debussy sobre la música de Bach: que uno no sabe cómo ponerse ni lo que hay que hacer para sentirse digno de escucharla. ¿Y cómo puede suceder esto todavía, esto que es propio de la primera audición, de la primera lectura, esto que es consecuencia de la sorpresa y que la memoria debería aprender a subsanar? Tensión genera tensión como paz genera paz, pero aquí hablamos de una paz despierta, en pie, atenta a cuanto vive, alerta entre el paisaje y su golpe de vista.