Hermann Broch: La muerte de Virgilio

Conocimiento y destino


– 
– Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori
Alianza Editorial. Madrid, 2007

Decir de este libro que su presencia es imprescindible en cualquier biblioteca culta puede parecer innecesario, pero el empuje que el puro entretenimiento ejerce con mayor o menor violencia sobre nuestras prioridades nos obliga de cuando en cuando a estas reafirmaciones de lo obvio. Y La muerte de Virgilio, de Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, 1951) se gana a pulso, y cada cierto tiempo desde su publicación en 1945, el derecho a ser reivindicada como una de las mejores y más arriesgadas novelas del siglo XX. Será por algo. Primero por su calidad de página, entendida como la capacidad de un autor para distraernos de la trama, para obligarnos a seguir, aprendiéndolo, su fraseo al margen de cualquier acción (y no es esta, precisamente, una novela de acciones); luego porque su peculiar estilo solventa la osadía de progresar entre el pensamiento, entre las ideas a ratos febriles de un moribundo y desengañado Virgilio empecinado en destruir su Eneida; y definitivamente por su contenido, capaz de enfrentarse y de enfrentarnos a una discusión sobre la realidad poética, la creación y el compromiso estético que permanece, quizá hoy más que nunca, tan abierta como desatendida.

Desde su llegada, ya acosado por la angustia de quien se sabe irremediablemente abrigado por el calor de la tumba, a la residencia del emperador Octaviano Augusto en Brindisi, hasta su muerte, y por encima de la división en capítulos (Agua, Fuego, Tierra, Éter…), el discurso de conciencia que conforma el relato será ocasionalmente interrumpido por varias conversaciones que Virgilio , entre la lucidez y el ensueño, mantendrá con un joven sirviente (un último lazarillo fantasmagórico), con Plocio y Lucio (a quienes confesará su intención de quemar el manuscrito: “La Eneida es indigna, sin verdad, nada más que bella”), con la alucinación de su querida Plocia (la atracción del conocimiento como entrega, incluso como declinación del mismo), con el médico de Cos (que introducirá la responsabilidad del saber como ayuda efectiva, real, y propiciará el que en cierto modo es uno de los escasos momentos de respiro que el lector podrá permitirse) y con el mismísimo emperador Augusto en un combate entre el poder y la poesía que deja al descubierto la preocupación de fondo del autor y definitivamente relaciona aquella época con la suya propia, facilitándonos una meditación inevitable sobre la nuestra. Broch contribuyó junto a Kafka y Joyce, a la renovación radical de la novela a comienzos del siglo XX y su nombre merecería ser recordado aunque no hubiese escrito esta obra. Pero La muerte de Virgilio (planeada durante las cinco semanas que su autor pasó encarcelado en Alt-Ausse, detenido por la Gestapo y completada en los Estados Unidos gracias a la subvención de la fundación Guggenheim) es una proeza literaria que por sí misma hubiese bastado para considerarlo a la altura de los autores citados. Espejo de una época de transición, aún nos interroga sobre cuestiones como la aspiración al conocimiento y, de manera especialmente aguda, sobre la verdadera necesidad del arte en momentos de crisis.

Una novela ambiciosa, cuyo acceso requiere confianza y paciencia, pero que cumple generosamente sus promesas; difícil (como tantas cosas), pero que ofrece una lectura apasionante si es atenta y que logra, finalmente, dotar de cuerpo a la tesis abierta e individualista de su personaje (contra la búsqueda de la belleza sin la verdad) a través de una configuración verbal empeñada en reproducir la simultaneidad, en seguir paso a paso las algo menos de diecinueve horas de heroica agonía que el relato, deslumbrante, poético, recoge. Una sobrecogedora lección de estilo (en el sentido más amplio del término).
Una novela que habla de nuestra responsabilidad hacia el destino de cada palabra, de la defensa del arte como lectura verdadera de lo real y de sus invisibles. Y, en tal sentido, este comentario quedaría incompleto si (apelando a lo que la obra tiene de pensamiento estético) no sugiriese al interesado la lectura de Poesía e Investigación, una colección de ensayos de Broch publicada póstumamente (1955) que resulta a la novela (y no se sobrevalore esta comparación) lo que los comentarios de Juan de Yepes a su Cántico espiritual. No todo el mundo se llevará bien con una obra que espera tanto de su lector; no es una lectura para aficionados, sino para avezados y cultos lectores, para los que lo son y para los que de verdad quieren serlo.

Publicado en Revista de Occidente, septiembre de 2012