La larga y triste muerte, el silencio ahogado de una tumba, bajo una hierba hirviendo de gusanos, sustentan ese sentimiento de alegría, esa alegría perdida con estatura de estrellas. Lo dice Georges Bataille (Billom, 1897-París, 1962), sociólogo, ensayista, novelista y poeta, en uno de los textos añadidos con posterioridad a La experiencia interior (el Método de meditación), y sin duda son palabras que podrían figurar en las páginas de este Lo Arcangélico donde, desde ese mismo sentimiento -el de saberse finalmente, a pesar de toda la belleza posible, pequeña tumba del universo- Bataille repasa una buena parte de sus fantasmas, que no son otros que los de la verdad y la inteligencia: el relato de una desesperación.
Podía haber dicho su fantasma, en singular, deleuziano (freudiano); ese tras el que sólo el que se engaña cree ver una luz más intensa que la transparencia misma. Ese para el que Dios no puede ser sino un impedimento a la realización absoluta, un peso en la elevación arcangélica del no.
A lo largo del tiempo, la relación de la poesía con la verdad ha ido mirando a dos flancos que parecen agonizar a un tiempo: de un lado la belleza del objeto tomada de lo real, salvada del incurable esencialismo humano, y del otro la de ese lo que sea, lo posible pero improbable que lo señala como significante. Bataille se sabe solo entre ambas tentaciones. Lo explica (¡?) en una frase que haría las delicias de Gödel: «La verdad muere», exclama, «y grito / que la verdad miente». La inmensidad cae sobre esa soledad que el tiempo (siempre el gran atractor de los deseos humanos, y que hace de eje de este libro como de otro -no extraño- cuya reedición se va echando de menos: Muerte sin fin, de José Gorostiza) pone de manifiesto sin contemplaciones: «Espero la campanada».
El hombre es el deseo, la fiebre, la sed, y el universo es su tumba. No es fácil enunciar mejor verdad como no es fácil encontrarla hermosa. El desarrollo del poema recuerda las palabras que otro poeta, Leopold Staff (1878-1957), pone en los mismos labios de la Verdad: «Quien me siga, deberá abandonar la belleza». Pero a la vez esa seguridad es sobre la tierra risa («la muerte ríe, la muerte es la alegría»): vida como agonía, amor como amor a la muerte; y la risa, que es la demostración del aún no.
Son palabras surgidas del patetismo del silencio frente a una pregunta demasiado grande, su sombra muestra/encubre (definitivamente) un vacío que nos acoge a todos. Lo señala Bernard Nöel (Sainte-Geneviève-sur-Argence, 1930), un poeta que ha hecho de su poesía la voz de un rechazo, y en ese aspecto cercano como pocos a la visión de Bataille, en un prólogo tan breve como brillante:
Sin misticismo.
La tibieza del agua no da consuelo al ahogado. Lo que no significa que debamos dejarnos llevar de la impotencia, no apreciar juntamente la belleza y la muerte: «Ser un hombre es ‘no inclinarse ante la ley'»; aunque esta ley (es obvio) sea eso: ley de vida. La negación, el rechazo a un juicio velado por la inocencia, es el signo de una conciencia que sabe valorar lo que le acontece.
el dolor
y desearte
me matarían.
Así que también en Bataille, el tiempo es el sentido de la muerte, y ésta el del pensamiento.
Así, digo, como en Gorostiza (y su vaso de agua). Y en ambos casos la risa sólo se detiene ante la transparencia que nos inflige: nada.
Dura, sin concesiones ni distracciones. Esa es la poesía de Bataille: lo que piensa el pensamiento se reduce a una sola palabra. Una lección que no conviene dar por sabida.
ABC Cultural, 15 de abril de 2000