… no aumentes el destino (Oráculo caldeo)
Prólogo.- Leí El desierto de los tártaros, por sugerencia de mi hermano Luis, allá por 1977. No había cumplido aún los veintiuno, así que me encontraba mucho más cerca del joven teniente deseoso de probar su suerte a la primera oportunidad que del viejo comandante atrapado por una espera en la que ha consumido ya toda su vida. Y, desde luego, aún no me habían salido al paso los Simeoni de este mundo, que (en seguida comencé a saberlo) son demasiados.
Y lo que entonces leí fue el relato de la progresiva entrega del oficial Giovanni Drogo, destinado en un puesto fronterizo de importancia menor, a la obsesión de un horizonte vacío, quieto, pero más allá del cual va cobrando cuerpo un deseo que llegará a hacerse implacable verdugo. Que publicó la novela en 1940 (aunque nadie advirtió su verdadera importancia hasta después de la guerra) y que, nacido en Milán en 1906 y fallecido en 1972, había sido corresponsal del Corriere della Sera y escrito algunas otras obras de desigual fuste, era lo único que sabía yo por entonces de aquel Dino Buzzati que acababa de impresionarme con un relato austero, exacto, e inquietante. Lo que sé ahora no es mucho más, por cierto. Que el resto de su obra no es tan poco interesante como se piensa, que fue autor y decorador teatral, que sus amigos le llamaban il cretinetti por culpa de su inutilidad a la hora de enfrentarse a los asuntos cotidianos, que descendía de los Dogos de Venecia… Pero tras esta segunda lectura de la novela no podría ya dar cuenta de ella en tan pocas líneas. Y es que aquello que tanto me inquietaba y que aún no acertaba a definir era, en realidad, la evidencia de una profundidad a la que mis pocos años no me permitían asomarme del todo.
Pero, antes de sumergirnos en el universo de la fortaleza Bastiani, quiero recordar que, de camino a este segundo encuentro, me fui topando con su huella en otras y variadas lecturas. Así, por inversión, me hizo pensar en ella Víctor Segalen, en su René Leys, donde el motivo obsesivo no se oculta, ciertamente, más allá del horizonte, como aquí (y más allá, por tanto, de la obsesiva vigilancia de ese horizonte), sino en el interior de los muros de la Ciudad Prohibida (en el interior de esa otra vigilancia). Así, también, la fascinación por un enemigo invisible en cuya espera se consumirá la vida del Magistrado es, en Esperando a los bárbaros, del surafricano J. M. Coetzee, sólo la más visible de las deudas que la novela reconoce a Buzzati. Y, hace muy poco, leyendo El inocente, del británico Ian McEwan, no he podido evitar pensar en lo que el autor de El desierto de los tártaros podía haber hecho con un par de situaciones que el otro desaprovecha a favor del encaje de bolillos argumental y la descripción epatante (por ejemplo: cómo llega Leonard a sentirse mejor en el interior del túnel que en su propia casa, o cómo durante los pocos días que pasa de vacaciones con sus padres no puede dejar de saberse un extraño, son momentos que no se justifican sin más apelando a un compartido universo «kafkiano»).
Conque ahora, casi quince años después, una novela cuya perfección me parecía digna de contarse entre la de esas joyas de la narrativa de mediano aliento (La muerte de Iván Ilich, Muerte en Venecia, La defensa), me parece más bien un argumento apenas, un esbozo, una fábula, y eso (paradójicamente) es lo que la ha vuelto aún más grande en su complejidad, lo que la ha vuelto una de las mayores obras de la literatura del siglo XX. Y es que en efecto sorprende, en primer lugar, que su estructura (impecable, por cierto) sea más la de un cuento largo que la de una novela; y luego, que su dimensión totalizadora (cuya parte visible es mínima frente a lo que parece ocultarse bajo el texto) se cumpla con una eficacia que ya querrían para sí empresas infinitamente más pretenciosas.
Pero aquí debo pedir disculpas al lector susceptible pues, si he de interpretar, no me queda más remedio que contarle una buena parte del argumento. Le sugiero, al que se amargue por tales cosas, que pase a la lectura de la novela y no regrese a este prólogo sino para, una vez acabada, ver si lo que viene le ayuda a desdoblar, sin embargo de su propio criterio, alguno de los muchos pliegues de esta historia casi peligrosamente lineal.
Comencemos por situar la fortaleza Bastiani. Se nos dice que está «muy cerca», aunque «nadie sabe exactamente dónde está». Está muy cerca, sí, pero también muy lejos, como nuestro propio destino. Porque es su destino, en forma de «cosas graves y desconocidas», lo que espera encontrar allí el joven e ingenuo oficial Giovanni Drogo. La primera decepción, anticipo de muchos aplazamientos, llega ya en el primer capítulo, frente a la falsa fortaleza. El destino se muestra engañoso, desaparece de nuestra vista, cuando nos creíamos ya con un pie en él, para reaparecer de pronto un poco más allá: lo justo para volver a despertar en nosotros la esperanza de alcanzarlo algún día (y en realidad, aquí, se encuentra contenido todo el asunto del libro).
El segundo capítulo es una obra maestra, sin duda, sólo que no vamos a saberlo hasta el XXV, casi doscientas páginas después. Drogo distingue en la oscuridad a un jinete que también parece dirigirse a la fortaleza, si bien lo hace por el otro lado del desfiladero. Es el capitán Ortiz. La cosa no pasaría de ser lo que parece, un primer contacto con el mundo de la vieja fortificación que ya se ve a lo lejos, si no fuera porque, años después, la escena va a repetirse, aunque con ligeras (y fundamentales) variantes. Ahora, el que distingue en la oscuridad al capitán Drogo es Moro, un joven oficial recién destinado en la Bastiani. Lo que ocurre entonces es de una eficacia casi brutal ya que de pronto, a través de lo que ya sabemos de Drogo (y de la fortaleza), el que cobra volumen es Ortiz. Me explico: el personaje, aparentemente plano, del capitán Ortiz se vuelve redondo ciento ochenta páginas después de su aparición en escena (y veinte después de su desaparición). Toda su historia queda reflejada en la de Drogo, justificado su aparente escepticismo, desenmascarada su engañosa frialdad (que oculta, lo sabemos, un punto de ternura hacia la «ignorancia» del nuevo oficial). El abismo que se abría entre los dos se ha transformado en algo más que un simple accidente geográfico.
Tras su primer contacto con la fortaleza, Drogo decide pedir de inmediato su traslado a la ciudad. Tan seguro está de que allí no encontrará nunca la respuesta a sus imprecisas pero intensas fantasías, sino tan sólo una existencia aburrida y sin mérito. Conocemos entonces al comandante Matti. Pequeños problemas burocráticos (pero también su propia indecisión) impiden que el recién llegado consiga su propósito antes de cuatro meses. No parece mucho tiempo… Sin embargo, durante la charla y a través de un ventanuco, Drogo ve ya un pequeño fragmento de esa tierra del norte cuya frontera guarda la fortaleza, el primer adelanto de ese desierto de los tártaros, la «primera llamada visible» de la fatalidad. Esa es la palabra que utiliza Buzzati: llamada.
La trampa se ha abierto para Drogo, todavía (es cierto) en forma de «un vago sentimiento que no lograba descifrar», pero que ya «se insinuaba en su alma». Esa misma noche, el teniente Morel le acompaña hasta las murallas para que pueda contemplar el pedazo de frontera muerta que se extiende frente a ellos. No es gran cosa, nada ha llegado nunca por ahí, aunque «algunos dicen haber visto […] una larga mancha negra». Drogo se inquieta frente a ese paisaje que le parece reconocer, haber visto ya en alguna parte, en un sueño quizá, y que despierta «ecos profundísimos» en su interior. A partir de este momento se diría que hay dos Drogo, uno que desea irse, otro que parece intuir que su destino vendrá del norte en forma de algún acontecimiento que señale su vida para siempre, que su destino está unido indisolublemente a ese paisaje como la fortuna al fetiche, y que debe quedarse a esperarlo.
Buzzati nos muestra la contradicción a través de los dos personajes: Lagorio y Angustina. El primero se marcha, el otro, pudiendo hacerlo, se queda. Angustina parece aceptar el ritualismo asfixiante, la soledad, la inutilidad absoluta de su responsabilidad en la vigilancia de un enemigo que nunca llegará, como algo sobre lo que hay que pasar con nobleza. Su soledad es, se diría, su libertad. Tan sólo unas páginas antes, durante una reflexión sobre la dureza del camino que un hombre debe recorrer hasta encontrarse a sí mismo, hemos leído: «¡Ay! si pudiese verse…, como estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera una brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial…» Ése parece ser el paisaje interior de Angustina. Ha llegado al final de su camino y tiene la certeza de que sólo quedándose encontrará un modo digno de pagar por esa pretensión. Sentimiento que la fortaleza no inculca a todos (no retiene a Lagorio, ¿porque es un patán o porque está lleno de vida?); sino que reserva su veneno sólo para unos pocos (Angustina es físicamente débil, Drogo lo es de carácter, pero, ¿no poseen, en su acomodamiento, una personalidad tocada también por la ansiedad de forjarse una historia más allá de la simple supervivencia?). Sea como fuere, Drogo decide seguir los pasos de Angustina, no los de Lagorio, y quedarse por un período de cuatro años. Y hay que decir que con la muerte de Angustina la narración abandona definitivamente su parcialidad para dar un giro que nos permita abarcar el mundo.
Drogo había soñado ya con esa muerte, un poco antes: cuando asistimos a ella, el narrador cita paralelamente algunos fragmentos de ese sueño. Todo encaja a la perfección y lo citado resulta una transparente metáfora de lo acontecido (aunque al final de la novela descubramos que lo que soñaba el protagonista era, punto por punto, el relato de su propia muerte). El caso es que una falsa alarma ha puesto de manifiesto el carácter del veneno con que la fortaleza impregna el alma de sus guardianes. Todo cobra vida frente a la posibilidad de un ataque enemigo. Pronto, sin embargo, la ilusión quedará defraudada (es la segunda derrota del deseo), ya que lo que los centinelas veían (esa mancha negra que, también aquí, aparece poco a poco, primero en forma de caballo, luego de hombres) no era el esperado ejército invasor, sino tan sólo una patrulla encargada de fijar la frontera, borrosa en algunos lugares. La prudencia del coronel Nicolosi (que en realidad es miedo a ver defraudadas sus secretas esperanzas) evita que se dé precipitadamente la señal de «alarma general». Un puñado de hombres de la Bastiani salen a «colaborar» con los visitantes y, de paso, a ganar, si es posible, algunos metros más de territorio. El «enemigo» (que habla su misma lengua, que es como ellos) llega antes y se apropia de un pico en las inmediaciones de cuya cima –de frío mientras finge una partida de cartas para no exponer su flaqueza a las burlas de los del norte– muere Angustina. Un héroe. Pero el desierto (el «exterior») se ha cobrado otra vida más, la de Lazzari, una muerte absurda, sin sentido, a manos de sus propios compañeros. A Angustina la fatalidad se le volvió destino; a Lazzari el destino se le volvió fatalidad.
Me he referido antes a un capítulo donde el narrador reflexiona sobre el viaje del hombre hacia su cumplimiento (el VI) y, antes, hablando de McEwan (quien tampoco parece haber leído a Hofmannsthal, dicho sea al margen), a la extrañeza que podemos llegar a sentir frente a lo que, hasta sólo unos días antes de encontrar el camino, era el mundo familiar, inamovible y seguro de la infancia. En el capítulo XVII Drogo va de permiso a la ciudad, lo que allí le sucede se ha adelantado ya en la mencionada reflexión: «Pero en cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía de retorno.» Los dos capítulos que cubren su estancia en la ciudad, la vuelta a casa para descubrir que su madre ya no se despierta con la misma facilidad de antes cuando oye sus pisadas por la noche, el reencuentro con su antigua amiga (enamorados ambos de su recuerdo del otro, pero perdido en ambos ya el recuerdo de sí mismos), a la que no reconoce en su corazón, y que preceden a la conversación con el general (importante, porque en ella Giovanni se sabrá traicionado por todos, y a la vez incapaz de luchar) son (estas cosas es mejor decirlas pronto) absolutamente geniales. Funcionan además tal y como esa verja que, una vez cerrada para siempre, nos coloca en la vía por la que todo el relato se precipita hacia su final. Lo que Drogo sentía como una imposición se va a convertir en su razón de ser. Al mismo tiempo, va ganando graduación y años. Lo que no pudo vivir como deseaba, va a aceptarlo como es. Ortiz, ahora comandante, se lo había advertido: «Ya he visto otros casos… se han quedado aprisionados aquí dentro, no han sido capaces ya de moverse.» Y el versátil narrador de esta historia, que ya en el capítulo VII nos había mostrado a Drogo disfrutando en cierto modo de los pequeños placeres del porte militar, usa en el XVII otro de sus subterfugios (cambios de tiempo verbal, de persona, de punto de vista; pero nunca según la lógica escolar de lo que «se puede» o «no se puede» hace en literatura, sino desde otra más simple: la impuesta por las propias necesidades del reglamento) para advertirnos a nosotros del inminente cambio despersonalizando a su personaje. Y así, antes de enviar a Drogo a la ciudad, nos muestra a «un oficial —de espaldas no se puede ver quién es…—» que «camina aburrido» por las dependencias de la fortaleza. De regreso, Drogo mantendrá su escepticismo sobre la posible llegada de los tártaros y, con ellos, la gloria de una guerra (no «gloriosa» en sí misma, sino por lo que tiene de momento único, de razón de ser de lo que, sin esa secreta esperanza, sería sólo una vida más, condenada a apagarse en el cumplimiento de cualquier tarea inútil), pero ya no pensará nunca en abandonar la fortaleza. Sin embargo, los tártaros llegarán.
No son tártaros, claro, eso «es una leyenda». Sino soldados del reino del norte. Aquí hace su aparición uno de los personajes más ruines y mezquinos de toda la historia de la literatura: Simeoni.
Durante meses, Drogo y Simeoni miran juntos el horizonte compartiendo el secreto de algo que se mueve en la lejanía. Es Simeoni quien devuelve a Drogo la ansiedad perdida y, con ella, la posibilidad de encararse de nuevo con un destino que parecía ya definitivamente frustrado (ésta es también, conviene recordarlo, la historia de una cobardía, la historia de hombres cuyas miras se han ido estrechando por culpa de su propia debilidad, hombres que han colocado, con más o menos dignidad u orgullo, su seguridad por delante de su libertad). Como dos camaradas pensando en construir su común futuro, vigilan sobre las murallas esa mancha que será, algún día, la justificación de sus vidas insustanciales. Y hay una lectura política en ese horizonte, como si la libertad fuera lo que los hombres son capaces de obligarle a entregar. Buzzati escribía en esta época, no lo olvidemos, eludiendo la censura (luego, dicho sea de paso, se puso a escribir haciendo caso a los críticos y empezó a salirle peor).
Escaldados por anteriores decepciones, los mandos deciden confiscar cualquier aparato óptico que permita ver demasiado lejos y Simeoni se pliega a las órdenes no ya sin rechistar, sino hasta el punto de (aparentemente) olvidar del todo su obsesión. Un buen día la fortaleza acabará por aceptar lo evidente. Simeoni tenía razón, pero finge escepticismo frente a Drogo (ahora están separados, tanto como podían estarlo Matti y Ortiz), niega lo que antes le parecía incuestionable y traiciona a su antiguo compañero defendiendo la conveniencia de no dar demasiada importancia a la carretera construida por los soldados del norte. Se ha colocado del lado del poder. Ha sacrificado el deseo en el altar de la ambición. Y mantendrá su traición hasta el final. Porque, un buen día, el momento llega: el enemigo avanza hacia la fortaleza con intenciones claramente hostiles. Y Simeoni aprovecha la enfermedad de Drogo para librarse de él y, haciendo uso de su autoridad (por entonces son respectivamente coronel y comandante), lo pone en una carroza y lo envía lejos. Tan desesperadamente necesita ese momento para él solo que no puede consentir a su lado a alguien que lo ha esperado con tanta desesperación como él. Drogo nunca llegará a ver cumplida su obsesión. Simeoni se la ha robado para aumentar así su propio destino, sin nada ni nadie que lo amenace.
Pero hay algo que no pueden robarle a Giovanni Drogo, algo que ha alimentado en su interior como la semilla que crece en el corazón de la fruta: su propia muerte. Entonces nos damos cuenta de que en el sueño del capítulo XI Angustina no hacía sino representarle a él. Ahora sí ha llegado realmente al final, no hay más horizontes aplazados, la muerte nadie puede robárnosla. Buzzati repite aquí la frase del capítulo VI, «donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo…» y, para intensificar la relación con el episodio de la muerte de Angustina, utiliza la expresión «jugar la última carta». También Drogo recibirá a la muerte con una sonrisa en los labios, porque su muerte es su fuerza, la que nunca tuvo. La muerte es como la fortaleza Bastiani: un lugar muy próximo, pero que nadie sabe exactamente dónde está. Por otro lado, en el transcurso del tiempo (que es uno de los más logrados efectos de este libro y que advertimos en la ascensión de rango de los personajes, pero sobre todo en cómo los capítulos se van dilatando: así, si entre los tres primeros apenas pasan unas horas, si el siguiente grupo cubre cuatro meses y el otro cuatro años, el último grupo viene tras un salto de quince años que «han escapado como un sueño») advertimos que el personaje no evoluciona en el sentido habitual del término, sino que es como si fuera pasando por distintos estadios presentes ya en cada personaje (será Lagorio, Tronk, Ortiz, Nicolosi, Angustina) desde el principio. Más que cruzar por distintos puntos de vista, Drogo atraviesa distintas dependencias de la fortaleza Bastiani hasta abandonarla, contra su voluntad, a los cincuenta y cuatro años. Descubre entonces (ya hay que decir que, de algún modo, gracias a Simeoni) algo que Ortiz sabía ya: que lo que creía su destino era tan sólo su obsesión. Como Angustina en el sueño, Drogo sonríe ahora a todos esos fantasmas (a Morel, a Tronk, a Lazzari, a Simeoni, a todos) en tres últimos capítulos de intensidad difícilmente superable, obedece las apremiantes órdenes de su falsedad para así abrirse paso hacia la verdadera realidad, hacia el verdadero Drogo, el que va a morir (la vida, parece decirnos Buzzati, está llena de apariencias tan autoritarias como irreales que nos pasarán por encima, nos desplazarán una y otra vez, pero el hombre verdadero está en el interior, está en ese que, como decía Rilke, aprende a «cultivar su propia muerte»).
Todos, en algún momento, contemplamos perplejos nuestro desierto de los tártaros, antes o después nos sale al paso, podemos ser Lagorio y darle la espalda o Angustina e intentar internarnos en él, podemos ser como Drogo y obsesionarnos en nuestra propia indecisión (detenernos tras las murallas, fascinados en la contemplación de aquello que nos desafía), o como Simeoni y limitarnos a cumplir las órdenes con la secreta ambición de que, llegado el momento, eso nos permitirá robar lo que nunca tuvimos agallas para ganarnos, alejar el destino de los demás para aumentar el nuestro, sumar las frustraciones ajenas a la cuenta de nuestro mérito. Porque lo único importante es qué clase de muerte nos depara, la mezquina de Lazzari o la cumplida, aceptada y hermosa (hasta donde sólo la muerte puede serlo) de Angustina o de Drogo. Ninguna es mala del todo si podemos vernos realmente a nosotros mismos en el último instante. Quizá sea eso lo que pierde Simeoni. Simeoni morirá para haber vivido, necesita morir para saber que ha vivido. Drogo, por el contrario, sabe vivir su muerte a pesar de haber matado su vida.
Un apunte final: ninguna de los tres personajes que mueren en el relato lo hace dentro de la fortaleza. Lazzari, Angustina y Drogo mueren fuera de las murallas, también Ortiz se marcha para esperar a la muerte retirado en el campo. Nada puede morir dentro de las murallas de la Bastiani, porque nadie, nadie, vive allí.
Tal vez vuelva a leer esta novela cuando cumpla los cincuenta y cuatro*, pero probablemente pensaré otras cosas, juzgaré de otro modo y puede, incluso, que me limite a disfrutar de la autonomía del texto, de su perfecta resolución, de la historia tremenda de Drogo sin pensar demasiado en alegorías, distrayéndome de la profundidad de las difíciles claves tan torpe y pobremente insinuadas aquí sólo como «elementos» de partida hacia una o dos de las muchas interpretaciones posibles. Eso es la gran literatura, al fin y al cabo.
* El autor los cumplió ya, por cierto, sin volver a leer la novela.