Hay poetas que saben poner a su crítico en un brete, no porque éste dude o flaquee frente a su obra, sino porque su asombro no encuentra con facilidad palabras justas que lo representen. Es el caso de Carlos Germán Belli (Lima 1927), de este libro, En las hospitalarias estrofas, que afirma y eleva una escritura que, si el lector de este lado conocía ya desde 1985, a través de una antología (Boda de pluma y letra, Ediciones Cultura Hispánica, ICI, Madrid) sorprendentemente bien cribada, no cuenta entre las interesadas en ceder un ápice de prestigio intelectual a cambio de ese tan peligroso (y siempre traicionero) prestigio social que encandila a tantos. Si no me falla la memoria, otra antología (Los talleres del tiempo, Visor, 1992) fue la última editada por Belli en nuestro país. Más de cuarenta años de escritura no deberían resumirse tanto, sobre todo teniendo en cuenta que, a lo largo de ellos, el poeta ha levantado una más que sólida casa de palabras.
Belli se mueve en el umbral, allí donde el sentido hace su apuesta máxima y deja al lector en la soledad colectiva de una evidencia terrible: «Que en el umbral el todo es pura nada».
Poema tras poema, Belli construye sus relatos de frase, o sus frases que se relatan a sí mismas, o su vida diciéndose frase a frase, dejando que el propio lenguaje dibuje una espiral que luego, una vez consumida la lectura, encontrará en la experiencia del lector su camino inverso, su salida del agua, pero que empieza a despertar ya en el momento mismo en que el ojo toca la primera palabra. ¿Digo que no es fácil? No es más difícil que envejecer, o que contemplar una puesta de sol, o que entender a la persona amada. Pero al contrario que estas actividades del entendimiento común, la poesía no cede ante la facilidad de los tópicos: construye.
El poeta es un clásico, pero su clasicismo (hoy, ahora) deviene formulación perturbadora, verdadera vanguardia. Bebe en el barroco tardío de nuestra lengua, y en las riveras del camino unamuniano en el que vivir, lo que se dice vivir, es nada más y nada menos que forjarse un alma:
de palabras escritas en la vida,
que es victoria en la lucha con la nada.
De ahí esa alabanza de la panacea de la cultura, barro que apremia nuestro molde, que recibe conciencia y que devuelve espíritu. Lo aprende la voz, y lo aprende a la sombra de su propia canción, miedosa (como todas si no inconscientes) de que el sentimiento creado se diluya en el tiempo sin otra marca que la que su existir fallido deje entre la hojarasca.
Herrero cojo.
Retrato del poeta como herrero cojo: eso es este poemario. Pocos saben de esa firme relación entre el dios arrojado, el niño repudiado, y la experiencia de entender el mundo a través de lo único que ni los animales ni los dioses poseen: lenguaje, individualización de la muerte.
Tiempo y palabra. Tiempo en palabras. Y una tensión entre conocimiento y comunicación que se resuelve sin tentaciones (arriba en las empíreas salas arbitro, / abajo donde nadie en ti repara) y que alumbra un gesto de escritura (el de la inteligencia en el lenguaje) que lo es también de confianza (Yo confío en ti, folio hospitalario), y que es, sobre todo, antes de nada, un gesto moral. Vuelve en ocasiones a sus temas de siempre, a ese diálogo con la canción y a esa relación íntima con la muerte que va creciendo con nosotros, que se va haciendo hermosa y verdadera. Y no abandona ese narrar irónico que su verso barroco informa a la perfección:
que nace de tus bosques me entre por un oído
y salga por el otro…
El poema se llama «El olvido de la naturaleza», y se acerca bastante a lo que podría ser una poética. Con el firme propósito de enmendar el error el poeta se propone atender a la realidad exterior, poner su oído al mundo. Pero descubre enseguida que ese rayar del alba entre cantos de pájaros, esas ramas que mece un viento suave, no son al fin y al cabo otra cosa que manifestaciones de la consciencia.
Todo es adentro para quien de verdad sabe estar en el mundo. Fuera se es siempre un intruso, un paseante camino del otro lado.
ABC Cultural. 23 de febrero de 2002